«A tu luz vemos la luz» (Sal 35,10)
Transfiguración. Maestro ruso del siglo XVI |
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón
al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación.
Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux»,
«Haya luz» (Gn 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad.
Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que
revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus
manifestaciones.
Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen
rayos de sus manos» (Ha 3, 4). La luz -se dice en los Salmos- es el
manto con que Dios se envuelve (Sal 104, 2).
En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se
utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la
gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz
creada (Sb 7, 27. 29).
En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación
de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las
tinieblas del mal.
Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la
mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de
los hombres y el camino de la historia.
«Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me
siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn
8, 12).
Benedicto XVI
Existe una llama interior que arde en las criaturas y canta
su pertenencia a Dios, y gime por el deseo de él.
Existe un hilo de oro sutil que une los acontecimientos de
la historia en la mano del Señor, a fin de que no caigan en la nada, y los
conectará finalmente en un bordado maravilloso. El rostro de Cristo está
impreso en el corazón de cada hombre y le constituye en amado de Dios desde la
eternidad. Y están, a continuación, nuestros pobres ojos ofuscados...,
acostumbrados a dispersarse en la curiosidad epidérmica e insaciable,
trastornados por múltiples impresiones; nosotros no sabemos ya orientar la
mirada al centro de cada realidad, a su fuente. Nos volvemos incapaces de
asumir la mirada de Dios sobre las cosas, porque nuestra lógica y nuestra
práctica se orientan en dirección opuesta a la suya, en su esfuerzo por no
perder nuestra vida, por no tomar nuestra cruz. Sólo cuando Jesús nos deja
entrever algo de su fulgurante misterio nos damos cuenta de nuestra habitual
ceguera.
La luz de la transfiguración viene a hendir hoy, si lo
queremos, nuestras tinieblas. Ahora bien, debemos acoger la invitación a
retirarnos a un lugar apartado con Jesús subiendo a un monte elevado, es decir,
aceptar la fatiga que supone dar los pasos concretos que nos alejan de un ritmo
de vida agitado y nos obligan a prescindir de los fardos inútiles. Si fuéramos
capaces de permanecer un poco en el silencio, percibiríamos su radiante
Presencia. La luz de Jesús en el Tabor nos hace intuir que el dolor no tiene la
última palabra. La última y única Palabra es este Hijo predilecto, hecho Siervo
de YHWH por amor. Escuchémoslo mientras nos indica el camino de la
vida: vida resucitada en cuanto dada.Escuchémoslo mientras nos
indica con una claridad absoluta los pasos diarios. Escuchémoslo mientras
nos invita a bajar con él hacia los hermanos. Entonces el lucero de la mañana
se alzará en nuestros corazones e, iluminando nuestra mirada interior, nos hará
vislumbrar -en la opacidad de las cosas, en la oscuridad de los
acontecimientos, en el rostro de cada nombre- a Dios «todo en todos», eterna
meta de nuestra peregrinación en el tiempo.
http://www.ciudadredonda.org/calendario-lecturas/evangelio-del-dia/?f=2014-08-06
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