"Ten piedad de mí, Señor Hijo de David" (Mt 15,22)
Con el episodio de la cananea, la Iglesia de los orígenes
afrontaba una cuestión de capital importancia, y no menos decisiva para la
Iglesia de hoy: la salvación del que todavía no ha sido alcanzado por el
Evangelio de Jesús. La intervención de la mujer se puede formular de la
siguiente manera: "La salvación pasa por el reconocimiento del
mesianismo y el señorío de Cristo". El mismo Mateo nos enseña en el gran cuadro
del juicio universal (c. 25) que tal reconocimiento puede ser implícito, ya que
esta mas ligado al amor al prójimo que a la pertenencia formal a la Iglesia.
Con eso se salvaguarda la unicidad de la salvación, que tiene en Cristo muerto
y resucitado a su artífice, y al mismo tiempo, la apertura universal a los
dones divinos.
Tal apertura ya fue anunciada proféticamente para la era
mesiánica: ver el templo de Dios abierto a toda la gente. Este "nuevo
templo" es la humanidad misma de Cristo, como recordara la Carta a los
Hebreos, donde habita la divinidad, de modo que cada hombre que ore puede
considerarse, según Pablo, "templo de Dios", llamado a insertarse como
miembro vivo en el cuerpo de Cristo.
Toda la familia humana tiene cabida en el misterio divino
que comporta la recapitulación de cada criatura en Jesucristo, el Señor Así lo
enseña el Concilio Vaticano II: "Una sola es la vocación última de todos
los hombres, es decir; la vocación divina. En consecuencia, debemos creer que
el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo que solo
Dios conoce, se asocien a su misterio pascual"
(Concilio Vaticano II,
constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, n.
22, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid *1976, 289-291).
Señor Jesucristo, hijo de David, acoge nuestra súplica. Aunque
no venimos de tierras paganas sometidas por el maligno, siempre somos ovejas
extraviadas de tu rebaño. En nuestros corazones pende un pasado de idolatría e
infidelidad. Ciertamente, no somos dignos de sentarnos a la mesa de los hijos,
pero una migaja de tu pan celeste puede redimirnos de nuestras perversiones y
proporcionarnos el don de la salvación. Suscita en nosotros una "fe
grande", como la de la cananea, de modo que podamos testimoniar entre los
hombres los prodigios de tu amor.
La mujer de la región de Tiro y Sidón ora forzada y empujada
por la necesidad. No puede hacer otra cosa, porque su hija está "poseída", expresión que, entre otras cosas, significa que la
comprensión entre ella y su hija hace tiempo que se ha roto, que ha cesado
desde mucho tiempo atrás la inteligencia mutua y que ya no es posible volver a
reconocer el alma de la otro detrás de las manifestaciones externas de los
gestos y las palabras; como bajo la influencia de un poder extraño, la persona
de la otra escapa a la percepción. Eso es lo que la Biblia designa con la
terrible palabra "demonismo". Teniendo presente el tormento de
semejante enfermedad, la mujer se dirige a Jesús y, bajo la presión e la
necesidad, nada podré detenerla. Impulsada por los desvelos y la preocupación
por su hija, no se deja apartar como una pesada, como pretenden los discípulos.
Abraza cualquier Forma de humillación y se abandona a una forma de súplica que
se podría calificar de perruna, si no se viese en ella precisamente la grandeza
de su humanidad.
Así de poderosos pueden llegar a ser los lazos del amor en
la súplica de unos por otros.
(E. Drewermann, El mensaje de las mujeres: La
ciencia del amor, Herden Barcelona 1996, 134- 135; traducción, Claudio Gancho).
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