Jesús se ha
retirado con sus discípulos fuera de los confines de Galilea. Anda dedicado a
la instrucción de los discípulos, formando lo que más tarde sería la iglesia
apostólica. En el centro de esa instrucción, su núcleo, está el amor a los
semejantes, que comporta casi siempre cargar con cruces que podrían evitarse si
el objetivo de la vida se pone en la “buena vida”.
El grupo
recorre parajes ahora tristemente famosos por las guerras: los confines de Tiro
y Sidón. La antigua Fenicia, hoy el Líbano y Siria. La guerra, el terror, la
descalificación y el odio por motivos raciales y religiosos se han asentado en
estos territorios. La cosa no es de ahora, viene de muy, muy lejos.
Precisamente el evangelio del domingo nos habla
ya de esta mala sintonía entre los judíos y los extranjeros.
La escena
que nos presenta el evangelista Mateo ofrece aristas punzantes. Los discípulos
quieren que Jesús despida a una señora extranjera que viene tras ellos rogando
insistentemente su intervención a favor de una hija enferma. El comienzo del
diálogo entre Jesús y esta señora es bronco y desagradable. Resulta difícil de
captar el sentido del insulto del que la señora resulta víctima. No nos
imaginamos fácilmente a Jesús tildando de “perra” a una pobre señora necesitada
y suplicante. Se nos escapan los matices y las modulaciones, pero el hecho está
descrito así. La
insistencia de la mujer, no exenta de agudeza pero en los límites de la
humildad y el servilismo, es calificada por Jesús como modelo de fe. De hecho,
el “final feliz” (la curación de la hija enferma) es consecuencia de esta fe
inquebrantable y de la tenaz persistencia en la súplica.
Por todo
ello, el relato deja un sabor agridulce. Agrio porque pone de relieve la
distancia y el mal entendimiento entre los pueblos, distancia y falta de
sintonía en las que Jesús parece participar. Agrio también porque, una vez más,
los discípulos quieren que la mujer sea despedida (cosa que la traducción
litúrgica disimula cambiando el término “despedir” por el de “atender”),
poniendo de manifiesto su no implicación en la solidaridad, como ocurriera
antes de la multiplicación de los panes.
Pero dulce
porque la extranjera obtiene lo que desea: la compasión de Jesús que realiza la
curación. Más allá de los puros sentimientos, del relato emergen dos grandes
consecuencias, necesarias hoy para el logro de la paz entre pueblos
históricamente enemigos:
El diálogo, la acogida del otro, no desde posturas de poder
o superioridad sino de comprensión de la necesidad del que está en el otro
lado. Misiles y bombardeos sólo destruyen, ahondan las heridas y no aportan
solución. La compasión está en la raíz de cualquier salida positiva a toda
situación de conflicto. Sin ponerse en el pellejo del otro no hay solución que
valga.
También nosotros
tendremos que aprender. Los nacionalismos ibéricos no aportarán nada bueno a la
convivencia cuando el chauvinismo y el rechazo visceral pretenden imponerse
caprichosamente haciendo imposible todo diálogo constructivo.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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