"El Señor ha mirado la humildad de su sierva" (Lc 1,48)
Icono de la Dormición de laVirgen. Teófanes de Creta. S. XVI |
La persona de María encierra y realiza en sí misma un camino
particular de fe a pesar de la elección que la consideró no afectada por el
pecado original y que la hizo Madre de Dios, «la que avanzaba "en la
peregrinación de la fe"» (Redemptoris Mater 25). Este avanzar
por el camino de la fe la convierte también en un posible modelo para todo el
que quiere comprender lo que significa reconocer el total señorío de Dios sobre
su propia vida.
Este señorío encuentra su realización ya en el ámbito de
nuestro camino de crecimiento humano. A medida que el señorío de Dios entra en
nuestra historia conseguimos ver con unos ojos nuevos la realidad que nos
rodea. Nuestros ojos no ven ya sólo los abusos, las injusticias de quienes
oprimen al débil, las mentiras de quienes tienen la soberbia en su propia
lengua, la riqueza que se convierte en muerte del pobre... Poco a poco nuestros
ojos se vuelven semejantes a los de María, a esos ojos que la hacen capaz de
reconocer el poder de Dios que actúa en la historia en favor de la justicia y
de la paz, y nos damos cuenta de cómo nosotros mismos podemos volvernos, a
nuestra vez, historia de liberación, precisamente como María, si nos confiamos
a este anuncio.
El señorío de Dios encuentra también su realización en
nuestro camino de fe. Con María nos damos cuenta de que somos «siervos del
Señor», llamados a proclamar la obra del Señor y sus maravillas, llamados a
«engrandecer» su presencia en nuestra vida. Con María no tenemos miedo a
reconocer frente al mundo nuestra elección, no tenemos miedo a llamarnos
siervos e hijos de Dios, no tenemos miedo a la obra que el Espíritu Santo está
realizando en nosotros. Este camino se realiza a través de la oración, a través
del servicio y a través del testimonio, junto con María, que fue capaz de hacer
efectivos, en su propia carne, su oración del Magníficat, su servicio a los
otros (la visitación fue antes que nada respuesta a una necesidad de Isabel) y
su anuncio de liberación.
El último anuncio de este señorío de Dios sobre nuestra vida
tiene lugar cuando conseguimos comprender que éste no permanece extraño a
nuestra corporeidad. Lo podemos intuir ya en el anuncio de la encarnación o
sentirlo en nuestra vida a través de la corporeidad de los distintos
sacramentos. La realidad de la resurrección, que para nuestra naturaleza humana
se vuelve ya eficaz en la asunción de María al cielo, es la última llamada a
abandonar asimismo nuestro cuerpo al poder del Reino de Dios. Hasta nuestro
cuerpo, con sus necesidades ínfimas y con sus deseos más elevados, con sus
gritos de «¡tengo hambre!» y sus «¡te amo!», está incluido en el Reino de Dios.
El cuerpo de María, que llevó en él el cuerpo del Verbo encarnado e hizo frente
también al dolor de la historia, se vuelve en su asunción la promesa y la
realización del hecho de que nuestros sueños, nuestros deseos, nuestras
necesidades, no puedan apartarse de la presencia divina que ha tocado
nuestra vida.
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