En
“La alegría del Evangelio”, el papa Francisco invita a toda la Iglesia a ponerse en
estado de misión. Algo equivalente a lo que Jesús manda a sus discípulos: entrar
en la barca al oscurecer y atravesar el lago. Parábola de la Iglesia en el Mundo.
En
el momento presente, entrar en la misión equivale a iniciar y proseguir un
proceso arriesgado, en medio de la oscura noche de la indiferencia religiosa,
en muchas ocasiones sacudidos por los vientos contrarios del laicismo hostil.
En algunos países todavía es peor: la persecución religiosa con frecuentes
atentados que terminan en quema de iglesias o condenas a muerte por Estados
confesionales, intolerantes frente al Cristianismo.
También
hoy, parece que el Señor no está en la barca. En efecto, el Resucitado no es
visible a los ojos ni maneja nuestros remos. Su presencia es otra. Más
silenciosa y oculta de lo que desearíamos. “No está ni en el huracán, ni en el
terremoto, ni en el fuego”. Es decir, no podemos esperar grandes teofanías,
manifestaciones espectaculares de Dios. En el Horeb, el profeta Elías percibe
su presencia en el silencio de una suave y tenue brisa (Primera Lectura). Es el
Espíritu que se resiste a complacer los sentidos y dejarse manejar por poderes
religiosos mundanos.
Desde
las aguas encrespadas, Jesús nos dice como a Pedro: Ven. El discípulo baja de
la barca, camina sobre el mar y va hacia Jesús. Todo ello mientras cree. Pero
se hunde en cuanto se fija en la altura de las olas y la fuerza del viento.
Clara representación de nuestra Iglesia acomodada, asustada, replegada sobre sí
misma. No puede la Iglesia
cumplir su cometido si no pone los ojos fijos en Su señor y se lanza en su
seguimiento. Con una seguridad que no procede de sus poderes (excesivos casi
siempre), sino en la propia debilidad que la obliga a confiar sólo en su Señor.
No
es malo experimentar la debilidad. Lo peligroso es ese fatal mecanismo de
defensa que la disimula con excesos de ortodoxia o autoritarismo. Sólo el
recurso a una vida evangélica nos puede sacar de la postración actual. Cuando
Pedro se hunde, el recurso no es –como en otras ocasiones- alardear de
superioridad o firmeza. Es sólo la súplica: Señor, sálvame.
Como
escribí hace ya algunos años, “espera hoy a la Iglesia una larga y dura
travesía, hacia “la otra orilla”. En el momento presente ni siquiera intuimos
en la noche dónde está la otra orilla y cuando será el fin de la travesía.
Queda sólo la pura fe y el gritar con el Salmista y con Pedro cuando nos hundimos:
“Sálvame, oh Dios, que estoy con el agua al cuello. Me hundo en el cieno del
abismo y no puedo hacer pie, me he metido en aguas profundas y las olas me
anegan” (Sal 69, 2-3).
Ante
el mandato del Señor de adelantarnos a la otra orilla –otra sociedad, otra
iglesia, otro mundo son posibles-, lo único que no cabe es quedarse donde
estamos o anclar la vieja barca cuyas cuadernas, todas ellas, crujen. Hay que
lanzarse al agua en busca del Señor que, invisible, tiende su mano a quien lo
busca”.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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