¡Quédate con nosotros, Señor! (Lc 24,29)
El reconocimiento de Jesús resucitado tiene lugar en un
instante, mediante una intuición resplandeciente; a continuación, todo vuelve a
la normalidad. Así fue también con los discípulos de Emaús. Después de aquel
instante intuitivo, tras aquella mirada que penetra más allá del velo de la
carne, desaparece Jesús y todo vuelve a ser, aparentemente, como antes: la
posada, la mesa, el pan, los compañeros. Todo igual, pero, sin embargo, todo es
ahora distinto. Se trata de una experiencia inexpresable.
También hoy todas las personas y todas las cosas nos
reservan sorpresas, porque en todas ellas podemos encontrar a Jesús. Ser
cristiano significa vivir en medio de un estupor siempre renovado, en un estado
de continua espera de sorpresas. Cada momento puede ser el de la revelación del
misterio, porque nuestra vida está ahora ligada indisolublemente a Jesús,
invisible a los ojos, pero realmente presente entre nosotros. Toda realidad es
epifanía de su presencia como «Emmanuel». A nosotros nos corresponde
purificar de continuo nuestra mirada en la adoración para poder vislumbrarlo en
la trama de los acontecimientos más pobres y cotidianos. Es él, siempre él, el
que viene a nosotros a través de todo aquello que acogemos con fe.
Quédate con nosotros, Señor, porque sin ti nuestro camino
quedaría sumergido en la noche. Quédate con nosotros, Señor Jesús, para
llevarnos por los caminos de la esperanza que no muere, para alimentarnos con
el pan de los fuertes que es tu Palabra.
Quédate con nosotros hasta la última noche, cuando, cerrados
nuestros ojos, volvamos a abrirlos ante tu rostro transfigurado por la gloria y
nos encontremos entre los brazos del Padre en el Reino del divino esplendor.
Dos discípulos de Jesús se dirigen caminando hacia el pueblo
de Emaús. Oh alma pecadora, detente un momento a considerar con atención los
distintos aspectos de la bondad y de la benevolencia de tu Señor. En primer
lugar, el hecho de que su ardiente amor no le permita dejar a sus discípulos
vagar en medio de la desorientación y la tristeza. El Señor es, en verdad, un
amigo fiel y un amoroso compañero de camino [...]
Y mira la humildad con que acompaña a estos dos: va con sus
discípulos como si fuera uno de ellos, cuando, en realidad, es el Señor de
todos. ¿No te da acaso la impresión de haber vuelto a la sustancia misma de la
humildad? Nos sirve de modelo para que nosotros hagamos otro tanto [...].
Observa, alma cristiana, cómo tu Señor realiza el ademán de proseguir más allá,
con objeto de hacerse desear más, de hacerse invitar y de quedarse como huésped
de ellos; y, después, acepta efectivamente entrar en la casa, toma el pan, lo
bendice, lo rompe con sus santas manos y se lo da, haciéndose reconocer así
[...]. Mas ¿por qué se ha comportado de ese modo? Lo hizo para hacernos
comprender que debemos practicar las obras de misericordia y la hospitalidad,
esto es, para decirnos que no basta con leer y escuchar la Palabra de Dios si
después no la llevamos a la práctica (anónimo franciscano del siglo XIII, Meditazione
sulla vita di Cristo, Roma 1982, pp. 164-166, passim).
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