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jueves, 1 de mayo de 2014

TERCER DOMINGO DE PASCUA

¡Quédate con nosotros, Señor!   (Lc 24,29)



El reconocimiento de Jesús resucitado tiene lugar en un instante, mediante una intuición resplandeciente; a continuación, todo vuelve a la normalidad. Así fue también con los discípulos de Emaús. Después de aquel instante intuitivo, tras aquella mirada que penetra más allá del velo de la carne, desaparece Jesús y todo vuelve a ser, aparentemente, como antes: la posada, la mesa, el pan, los compañeros. Todo igual, pero, sin embargo, todo es ahora distinto. Se trata de una experiencia inexpresable.
También hoy todas las personas y todas las cosas nos reservan sorpresas, porque en todas ellas podemos encontrar a Jesús. Ser cristiano significa vivir en medio de un estupor siempre renovado, en un estado de continua espera de sorpresas. Cada momento puede ser el de la revelación del misterio, porque nuestra vida está ahora ligada indisolublemente a Jesús, invisible a los ojos, pero realmente presente entre nosotros. Toda realidad es epifanía de su presencia como «Emmanuel». A nosotros nos corresponde purificar de continuo nuestra mirada en la adoración para poder vislumbrarlo en la trama de los acontecimientos más pobres y cotidianos. Es él, siempre él, el que viene a nosotros a través de todo aquello que acogemos con fe.

Quédate con nosotros, Señor, porque sin ti nuestro camino quedaría sumergido en la noche. Quédate con nosotros, Señor Jesús, para llevarnos por los caminos de la esperanza que no muere, para alimentarnos con el pan de los fuertes que es tu Palabra.
Quédate con nosotros hasta la última noche, cuando, cerrados nuestros ojos, volvamos a abrirlos ante tu rostro transfigurado por la gloria y nos encontremos entre los brazos del Padre en el Reino del divino esplendor.

Dos discípulos de Jesús se dirigen caminando hacia el pueblo de Emaús. Oh alma pecadora, detente un momento a considerar con atención los distintos aspectos de la bondad y de la benevolencia de tu Señor. En primer lugar, el hecho de que su ardiente amor no le permita dejar a sus discípulos vagar en medio de la desorientación y la tristeza. El Señor es, en verdad, un amigo fiel y un amoroso compañero de camino [...]
Y mira la humildad con que acompaña a estos dos: va con sus discípulos como si fuera uno de ellos, cuando, en realidad, es el Señor de todos. ¿No te da acaso la impresión de haber vuelto a la sustancia misma de la humildad? Nos sirve de modelo para que nosotros hagamos otro tanto [...]. Observa, alma cristiana, cómo tu Señor realiza el ademán de proseguir más allá, con objeto de hacerse desear más, de hacerse invitar y de quedarse como huésped de ellos; y, después, acepta efectivamente entrar en la casa, toma el pan, lo bendice, lo rompe con sus santas manos y se lo da, haciéndose reconocer así [...]. Mas ¿por qué se ha comportado de ese modo? Lo hizo para hacernos comprender que debemos practicar las obras de misericordia y la hospitalidad, esto es, para decirnos que no basta con leer y escuchar la Palabra de Dios si después no la llevamos a la práctica (anónimo franciscano del siglo XIII, Meditazione sulla vita di Cristo, Roma 1982, pp. 164-166, passim).

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