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miércoles, 28 de mayo de 2014

ASCENSIÓN

            Celebramos los cristianos el próximo domingo una fiesta, venida a menos desde que pasó del jueves al domingo, aquel “jueves que brilla más que el sol” en el que se hacían todas las primeras comuniones en las parroquias rurales. Pero fiesta que significa algo fundamental si hemos de entender la fe cristiana correctamente.  Juega esta fiesta con palabras que significan mucho más de lo que denotan a primera escucha. Me refiero a binomios antónimos tan comunes como subida-bajada, presencia-ausencia, cercanía-lejanía, ida-venida...

            Cuando escuchamos que Jesús subió a los cielos, la imaginación se pone en marcha y, apoyada en obras de arte magníficas que representan la Ascensión, sentimos que eso significa que Jesús se ausentó para siempre y reside allá en las alturas, quizá olvidado de nuestras penurias y dolencias. Con perdón de los artistas, incluido Fray Luis de León en su maravilloso poema a la Ascensión, este misterio de la vida de Cristo significa justamente lo contrario de lo que parece. No ausencia sino presencia definitiva, permanente, íntima y eficaz entre nosotros.

            Cuando decimos en el Credo que Jesús “bajó a los infiernos”, no estamos hablando del centro de la tierra, un lugar de fuego y demonios donde la gente condenada lo pasa fatal, sino de que asumió nuestra condición humana y tuvo que padecer mucho (sin que ello signifique que lo pasara fatal). Y cuando decimos que subió a los cielos, para nada estamos pensando en términos espaciales, allá arriba por encima del firmamento, sino en que ha asumido un nuevo estado y una nueva condición, no menos humana, pero sí diferente. Estado y condición que se corresponden a su glorificación, glorificación que también nosotros esperamos.

            “Os conviene que yo me vaya”, les dijo Jesús a sus discípulos en la víspera de su muerte. Y precisamente por esa “ida”, poco después, cuando deja de hacerse visible a los suyos en un cuerpo como el nuestro, les dirá: “he aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. Esa promesa, al final del Evangelio de San Mateo, es el contenido fundamental de la fe y la esperanza cristianas. Cristo no está lejos, está ahí, dentro de cada uno de quienes le confiesan como el Viviente.

            Si la revelación suprema de Cristo es que Dios es Amor y que nos ama singularmente, la Ascensión significa que ese amor nos está siendo dado aquí y ahora, creándonos y recreándonos, abriéndonos al amor como se abre la flor por la caricia del aire y el sol. Sólo esa presencia de Cristo por el don de su Espíritu (domingo próximo), hace posible que una vida humana sea al mismo tiempo divina. Ahora, en la precariedad de la carne y las tribulaciones y angustias del tiempo presente, pero construyendo el Reino de Dios y la familia humana; más allá de la muerte, en la inmediatez de la contemplación de la gloria de Dios a la que todos estamos llamados, en el banquete que no tiene fin.


                                                                          JOSÉ MARÍA YAGÜE


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