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jueves, 29 de mayo de 2014

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

"La fidelidad del Señor dura por siempre"  (Sal 116,2)

Icono de la Ascensión. Bulgaria, siglo XVI


La atmósfera de la liturgia de la ascensión está penetrada siempre por una atormentadora nostalgia, porque nos pone en una fuerte tensión hacia el Cielo, verdadera patria del cristiano, y nos hace experimentar con mayor intensidad el deseo de la eternidad que también deberíamos sentir todos los días. En efecto, deberíamos consumirnos verdaderamente con la esperanza de contemplar sin velos el rostro de Dios. Sin embargo, con excesiva frecuencia advertimos que el peso de las realidades materiales nos mantiene pegados al suelo, nos despunta las alas, suscita en nosotros cansancio y duda.
Así se plantea un interrogante: ¿cómo llegar a gozar de realidades que no son terrenas, que escapan a la experiencia sensible? Necesitamos un gusto especial suscitado en nosotros por el Espíritu Santo. La «santa alegría» que el Espíritu suscita en nosotros es muy diferente de la que se nos pasa de contrabando como tal. Es la alegría de las bienaventuranzas, fruto del sufrimiento, porque brota de la muerte y resurrección de Cristo. Se trata de una alegría santa, porque, en Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada, mucho más allá de nuestros estrechos horizontes. Es preciso que nos dejemos educar para ver lo invisible. ¿Cómo? Se ve creyendo, se siente esperando, se conoce amando. El misterio de la ascensión, tan bello y gozoso por el hecho de que nos presenta a Cristo vuelto de nuevo al seno del Padre, nos colma al mismo tiempo el corazón de sentimientos de humildad y bondad: Jesús permanece entre nosotros hasta el fin del mundo. Sólo ha cambiado de aspecto: lo encontramos en el pobre y en el que sufre. Por ahora no lo vemos glorioso. Lo conseguiremos sólo si antes lo reconocemos con verdadero amor en su humillación, acogiéndonos los unos a los otros.


Jesús, quisiéramos saber qué ha sido para ti volver al seno del Padre, volver a él no sólo como Dios, sino también como hombre, con las manos, los pies y el costado con esa llaga de amor. Sabemos lo que es entre nosotros la separación de las personas que amamos: la mirada los sigue todo lo que puede cuando se alejan...
El Padre nos concede también a nosotros, como a los apóstoles, esa luz que ilumina los ojos del corazón y que nos hace intuir que estás presente para siempre. Así podemos gustar ya desde ahora la viva esperanza a la que estamos llamados y abrazar con alegría la cruz, sabiendo que el humilde amor inmolado es la única fuerza adecuada para levantar el mundo.


¡Oh bondad, caridad y admirable magnanimidad! Donde esté el Señor, allí estará el siervo: ¿se puede dar una gloria más grande? [...] Ha asumido precisamente la naturaleza humana, glorificándola con el don de la santa resurrección y de la inmortalidad; la ha trasladado más arriba de todos los cielos y la ha colocado a su derecha. Ahí está toda mi esperanza, toda mi confianza: en él, en el hombre Cristo, hay, en efecto, una parte de cada uno de nosotros, está nuestra carne y nuestra sangre. Y allí donde reina una parte de mi ser, pienso que también reino yo. Allí donde es glorificada mi carne, allí está mi gloria. Aunque yo sea pecador, mi fe no puede poner en duda esta comunión.

No, el Señor no puede carecer de ternura hasta el punto de olvidar al hombre y no acordarse de lo que lleva en él mismo. Precisamente en él, en Jesucristo, Dios y Señor nuestro, infinitamente dulce, infinitamente benigno y clemente, en quien ya hemos resucitado, en quien ya vivimos la vida nueva, ya hemos ascendido al cielo y estamos sentados en las moradas celestes. Concédenos, Señor, por tu santo Espíritu, que podamos comprender, venerar y honrar este gran misterio de misericordia (Juan de Fécamp, Confessio theologica 11,6).


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