"La fidelidad del Señor dura por siempre" (Sal
116,2)
Icono de la Ascensión. Bulgaria, siglo XVI |
La atmósfera de la liturgia de la ascensión está penetrada
siempre por una atormentadora nostalgia, porque nos pone en una fuerte tensión
hacia el Cielo, verdadera patria del cristiano, y nos hace experimentar con
mayor intensidad el deseo de la eternidad que también deberíamos sentir todos
los días. En efecto, deberíamos consumirnos verdaderamente con la esperanza de
contemplar sin velos el rostro de Dios. Sin embargo, con excesiva frecuencia
advertimos que el peso de las realidades materiales nos mantiene pegados al
suelo, nos despunta las alas, suscita en nosotros cansancio y duda.
Así se plantea un interrogante: ¿cómo llegar a gozar de
realidades que no son terrenas, que escapan a la experiencia sensible?
Necesitamos un gusto especial suscitado en nosotros por el Espíritu Santo. La
«santa alegría» que el Espíritu suscita en nosotros es muy diferente de la que
se nos pasa de contrabando como tal. Es la alegría de las
bienaventuranzas, fruto del sufrimiento, porque brota de la muerte y
resurrección de Cristo. Se trata de una alegría santa, porque, en
Cristo ascendido al cielo, nuestra humanidad ha sido ensalzada, elevada, mucho
más allá de nuestros estrechos horizontes. Es preciso que nos dejemos educar
para ver lo invisible. ¿Cómo? Se ve creyendo, se siente esperando, se conoce
amando. El misterio de la ascensión, tan bello y gozoso por el hecho de que nos
presenta a Cristo vuelto de nuevo al seno del Padre, nos colma al mismo tiempo
el corazón de sentimientos de humildad y bondad: Jesús permanece entre nosotros
hasta el fin del mundo. Sólo ha cambiado de aspecto: lo encontramos en el pobre
y en el que sufre. Por ahora no lo vemos glorioso. Lo conseguiremos sólo si
antes lo reconocemos con verdadero amor en su humillación, acogiéndonos los
unos a los otros.
Jesús, quisiéramos saber qué ha sido para ti volver al seno
del Padre, volver a él no sólo como Dios, sino también como hombre, con las
manos, los pies y el costado con esa llaga de amor. Sabemos lo que es entre
nosotros la separación de las personas que amamos: la mirada los sigue todo lo
que puede cuando se alejan...
El Padre nos concede también a nosotros, como a los
apóstoles, esa luz que ilumina los ojos del corazón y que nos hace intuir que
estás presente para siempre. Así podemos gustar ya desde ahora la viva
esperanza a la que estamos llamados y abrazar con alegría la cruz, sabiendo que
el humilde amor inmolado es la única fuerza adecuada para levantar el mundo.
¡Oh bondad, caridad y admirable magnanimidad! Donde esté el
Señor, allí estará el siervo: ¿se puede dar una gloria más grande? [...] Ha
asumido precisamente la naturaleza humana, glorificándola con el don de la
santa resurrección y de la inmortalidad; la ha trasladado más arriba de todos
los cielos y la ha colocado a su derecha. Ahí está toda mi esperanza, toda mi
confianza: en él, en el hombre Cristo, hay, en efecto, una parte de cada uno de
nosotros, está nuestra carne y nuestra sangre. Y allí donde reina una parte de
mi ser, pienso que también reino yo. Allí donde es glorificada mi carne, allí
está mi gloria. Aunque yo sea pecador, mi fe no puede poner en duda esta
comunión.
No, el Señor no puede carecer de ternura hasta el punto de
olvidar al hombre y no acordarse de lo que lleva en él mismo. Precisamente en
él, en Jesucristo, Dios y Señor nuestro, infinitamente dulce, infinitamente
benigno y clemente, en quien ya hemos resucitado, en quien ya vivimos la vida
nueva, ya hemos ascendido al cielo y estamos sentados en las moradas celestes.
Concédenos, Señor, por tu santo Espíritu, que podamos comprender, venerar y
honrar este gran misterio de misericordia (Juan de Fécamp, Confessio
theologica 11,6).
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