"Grandes
son las obras del Señor; las contemplan los que las aman" (Sal 110, 2)
En el orden cotidiano de nuestra vida no tenemos siempre
presente el motivo de nuestra alegría y de nuestra esperanza. Para que eso
ocurra es preciso vivir con la mirada del corazón dirigida a Cristo, que repite
más veces: «Si me amáis...». Todo depende de este «si».
Sin embargo, amar es lo que más difícil nos resulta, porque
prevalece en nosotros la yesca del egoísmo y del orgullo, del repliegue en
nosotros mismos, por encima del impulso a ofrecernos a los otros. A menudo,
víctimas de nuestro mismo egoísmo, pecamos contra Dios y contra los hermanos.
El amor está herido por nuestros rechazos y por nuestras avaricias. ¡Cuántas
veces nos encontramos haciendo cálculos o dispuestos a amar sólo hasta
cierto punto, sólo si vemos alguna utilidad práctica, algún resultado
efectivo; en resumidas cuentas, sólo si, en definitiva, podemos sacar alguna
ganancia!
Sin embargo, es siempre el amor mismo, en su gratuidad más
total, la mayor ventaja. Sólo quien ama vive de verdad. Quien no ama está en la
muerte. Así se revela el misterio de la alegría. Vivir la pascua significa
redescubrir cada día que estamos llamados al amor y a la comunión. Que aunque
somos débiles y con frecuencia nos sentimos aplastados por muchas
preocupaciones y sufrimientos, se nos conceda no perder nunca el deseo de ser
testigos del amor. Que cada día podamos decirle al Señor: «Concédeme, hoy, ser
motivo de consuelo para mis hermanos, en especial para los más tristes y los
que pasan por las pruebas más difíciles». «Concédeme, hoy, hacer brillar un
rayo de luz en el camino de quienes no conocen la belleza de la vida». Que cada
día podamos decir: he aquí la pascua. Que cada mañana podamos ponernos en
camino impulsados por el Espíritu de amor, y así ya nada podrá asustarnos:
hasta el dolor y la muerte se volverán acontecimientos de amor, acontecimientos
pascuales, pasos a la vida nueva.
Señor Jesús, nosotros creemos que tú nos amas y deseamos
amarte: danos el Espíritu de la verdad para que nos haga comprender y poner en
práctica todas tus palabras de vida, esas que has traído para nosotros del
corazón del Padre eterno. Tú estás siempre con nosotros y no nos dejas
huérfanos: también nosotros queremos permanecer contigo. Sostén y aumenta en
nosotros este deseo. Ruega por nosotros al Padre, para que nos envíe al «otro
Consolador», el que nos defiende del maligno y nos hace recordar lo mucho
que somos amados de modo totalmente gratuito. De esta forma seremos conducidos
a la verdad completa, a la dulzura de la comunión, a la seguridad de la paz. Y
el mundo, al verlo, sabrá que tú amas al Padre y cumples su voluntad, y que
precisamente este amor salva el mundo. Amén.
El alma que ha sido considerada digna de participar de la
luz del Espíritu, y que ha sido iluminada por el esplendor de su gloría
inefable, cuando el Espíritu mora en ella se vuelve toda luz, toda rostro, toda
ojo, y no queda parte alguna de ella que no esté llena de ojos espirituales y
de luz. Eso equivale a decir que ya no queda en ella nada de tenebroso, sino
que es toda luz y Espíritu, está totalmente llena de ojos y no tiene ya
reverso, sino que es anverso por todos lados, porque ha venido a ella y reside
en ella la belleza indescriptible de la gloria y de la luz de Cristo.
Del mismo modo que el sol es totalmente semejante a sí mismo
y no tiene ningún reverso, ningún lugar inferior, sino que brilla por todas
partes con su luz [...], así también el alma que ha sido iluminada por la
inefable belleza, gloria y luz del rostro de Cristo, y que, colmada de Espíritu
Santo, ha sido hecha digna de convertirse en morada y templo de Dios, se vuelve
toda ojo, toda luz, toda rostro, toda gloria y toda Espíritu, ya que de este
modo Cristo la adorna, la transporta, la dirige, la sostiene y la conduce, y de
este modo también la ilumina y la decora de belleza espiritual (Seudo-Macario, Primera
Homilía, 2; en PG 34, 451).
Lecturas del día:
Vídeo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario