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lunes, 12 de mayo de 2014

LA ORACIÓN COLECTA

            En las muchas reflexiones sobre los evangelios dominicales, que yo vengo publicando desde hace nueve años y en las muchísimas que circulan por las redes, no he visto ninguna dedicada explícitamente a la “oración colecta”. Voy ahora a romper tan larga racha mía y de los colegas que publican muy hermosos comentarios, casi siempre al Evangelio que se lee los domingos.

            En primer lugar, una información sobre el término “colecta”. No se trata de la recaudación económica que se hace en las iglesias para la Parroquia, para Cáritas o para cualquier otro fin. La palabra colecta viene del latín y significa recoger. Por eso está bien empleado el término para referirse a la cuestación económica. Pero cuando en la Liturgia hablamos de “oración colecta” nos referimos a esa oración que el Presidente de la celebración reza en nombre de todo el pueblo después del Gloria y antes de las lecturas. Se llama “colecta” porque recoge la oración de todos los fieles que se unen a ella con un “amen”, que debería ser pronunciado por todos y cada uno de los celebrantes, es decir, por todo el pueblo fiel con un sonoro y decidido “Amén”.

            La colecta de este próximo domingo es muy interesante. Reza así: “Oh Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes de este mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”.

            Cinco son los elementos que componen esta bellísima invocación:

Nos dirigimos a Dios, al que en todas las oraciones tradicionales, se le añade un título, atributo o elogio por el que pretendemos ser escuchados y atendidos. En este caso le decimos a Dios que “une los corazones de los fieles”. De entrada, reconocemos que es Dios el autor de eso tan difícil que es corregir las fuerzas centrífugas de nuestros corazones egoístas para mantenernos unidos en un mismo fin. Por tanto, ya aquí expresamos el deseo y la súplica de la unidad.
Enseguida pedimos el “amor a sus preceptos”. No se pueden cumplir los mandamientos si no se aman como expresión de la voluntad de Dios. El amor a los preceptos es un don de Dios.
No menos importante es la esperanza en el cumplimiento de las promesas. ¿Cómo puede vivirse sin esperanza en un futuro mejor ofrecido por Cristo?
Todo ello ha de ser sentido, amado, practicado “en medio de las vicisitudes del mundo”. No pedimos a Dios que nos saque de la realidad sino que vivamos lo favorable y lo adverso, las vicisitudes, de modo diferente, con sentido.
El objetivo final es “la verdadera alegría”. Pues claro, ¿qué hemos de pedirle a Dios sino la alegría y la felicidad que es para la que nos ha creado y estamos en el mundo? Pero no cualquier alegría, sino la “verdadera”, la que brota de dentro y es fruto de la experiencia de saberse reconocidos, amados, protegidos y llevados de la mano a la felicidad plena por Dios mismo.

            Sirva esta excepción para que mis lectores participantes en la celebración dominical en adelante se fijen más y oren mejor con la  “colecta”.


                                                                                   JOSÉ MARÍA YAGÜE 


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