En las muchas
reflexiones sobre los evangelios dominicales, que yo vengo publicando desde
hace nueve años y en las muchísimas que circulan por las redes, no he visto
ninguna dedicada explícitamente a la “oración colecta”. Voy ahora a romper tan
larga racha mía y de los colegas que publican muy hermosos comentarios, casi
siempre al Evangelio que se lee los domingos.
En primer
lugar, una información sobre el término “colecta”. No se trata de la
recaudación económica que se hace en las iglesias para la Parroquia , para Cáritas
o para cualquier otro fin. La palabra colecta viene del latín y significa
recoger. Por eso está bien empleado el término para referirse a la cuestación
económica. Pero cuando en la
Liturgia hablamos de “oración colecta” nos referimos a esa
oración que el Presidente de la celebración reza en nombre de todo el pueblo
después del Gloria y antes de las lecturas. Se llama “colecta” porque recoge la
oración de todos los fieles que se unen a ella con un “amen”, que debería ser
pronunciado por todos y cada uno de los celebrantes, es decir, por todo el
pueblo fiel con un sonoro y decidido “Amén”.
La colecta
de este próximo domingo es muy interesante. Reza así: “Oh Dios, que unes los
corazones de tus fieles en un mismo deseo, inspira a tu pueblo el amor a tus
preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes
de este mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”.
Cinco son
los elementos que componen esta bellísima invocación:
Nos dirigimos a Dios, al que en todas las oraciones
tradicionales, se le añade un título, atributo o elogio por el que pretendemos
ser escuchados y atendidos. En este caso le decimos a Dios que “une los
corazones de los fieles”. De entrada, reconocemos que es Dios el autor de eso
tan difícil que es corregir las fuerzas centrífugas de nuestros corazones
egoístas para mantenernos unidos en un mismo fin. Por tanto, ya aquí expresamos
el deseo y la súplica de la unidad.
Enseguida pedimos el “amor a sus preceptos”. No se pueden
cumplir los mandamientos si no se aman como expresión de la voluntad de Dios.
El amor a los preceptos es un don de Dios.
No menos importante es la esperanza en el cumplimiento de
las promesas. ¿Cómo puede vivirse sin esperanza en un futuro mejor ofrecido por
Cristo?
Todo ello ha de ser sentido, amado, practicado “en medio de
las vicisitudes del mundo”. No pedimos a Dios que nos saque de la realidad sino
que vivamos lo favorable y lo adverso, las vicisitudes, de modo diferente, con
sentido.
El objetivo final es “la verdadera alegría”. Pues claro,
¿qué hemos de pedirle a Dios sino la alegría y la felicidad que es para la que
nos ha creado y estamos en el mundo? Pero no cualquier alegría, sino la
“verdadera”, la que brota de dentro y es fruto de la experiencia de saberse
reconocidos, amados, protegidos y llevados de la mano a la felicidad plena por
Dios mismo.
Sirva esta
excepción para que mis lectores participantes en la celebración dominical en
adelante se fijen más y oren mejor con la
“colecta”.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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