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jueves, 21 de noviembre de 2013

ÚLTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO: JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

"Acuérdate de mí cuando vengas como rey"  (Lc 23,42)


El pasaje de la Carta a los Colosenses nos pregunta si podemos prescindir de Cristo, dado que él es el artífice de la vida, de la nuestra y de la del mundo. Dado que hemos sido introducidos en su Reino, ¿podemos rechazar su primacía o escoger otras? Sería verdaderamente difícil comprender el sentido de nuestra vida. Es como si debiéramos actuar sin un modelo de referencia, sin una base, sin un principio unificador de nuestras capacidades: de la mente, del corazón, del cuerpo. Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito, el principio, la cabeza, el primado, el pacificador. En él está la plenitud de la vida divina.
El «buen ladrón» decide confiarse a Jesús pidiéndole entrar a formar parte de su Reino. Reconoce la justicia de este rey precisamente en la hora en que parte para su más largo viaje, como en la parábola (cf. Lc 19,11-27). Jerusalén, sin embargo, que no ha reconocido ni acogido a Jesús, está a punto de hundirse (13,34ss; 19,41-44). Tenía el tesoro entre sus murallas, pero no lo apreció. No obstante, dejó que su rey fuera reconocido por todas las tribus de la tierra, lo ofreció en rescate por toda la humanidad. Según Lucas, el artífice de toda la creación llevó a cabo su designio desde Jerusalén, desde el centro de la historia de la salvación y del universo, reconciliando todo desde el interior de la creación. Ahora, todas las tribus de la tierra se reúnen en torno a él para ser pacificadas de nuevo en su sangre.
El mundo y el universo pueden tomar del tesoro de Cristo la sabiduría necesaria para crear las condiciones fundamentales para la vida de todo ser vivo. La fiesta de Cristo Rey es, pues, la fiesta de toda criatura que no encuentra espacio en esta tierra porque está aplastada por lógicas que no responden a la verdadera Sabiduría, lógicas de poder y de beneficio, lógicas que responden a la ley del más fuerte y no a la ley del perder la vida para que todos la tengan en abundancia.

Señor Jesús, hijo del amor de Dios, no por nuestros méritos hemos obtenido en herencia formar parte de tu Reino, sino que nos lo ha concedido el Padre, precisamente él, que mediante ti y por ti creó todas las cosas.
Tú, que padeciste la injusticia humana para encontrar a un condenado a muerte, ayúdanos a realizar hoy la justicia de tu Reino: el perdón del pecador, la fiesta para cada hombre arrebatado al reino de la muerte.
Aleja de nosotros la tentación de la violencia que reprime la violencia, el deseo de venganza, la voluntad de hacernos justicia nosotros mismos.
Haz que nuestros ojos, cegados por los espejismos del beneficio, puedan contemplar el tesoro de tu sabiduría; que nuestras mentes necias puedan intuir políticas de desarrollo y de paz; que nuestros corazones endurecidos se apasionen de nuevo ante el misterio de la vida contenido en el universo; que nuestras manos ensangrentadas trabajen en la construcción de tu Reino.
A ti, Señor, el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

El Hijo de Dios es el rey de los cielos. Más aún, por ser la verdad misma y la misma sabiduría y justicia, con razón afirmamos que se identifica con el mismo Reino. Este Reino, por tanto, no tiene sede ni por debajo ni por encima de nuestra dimensión, sino en todo lo que recibe el nombre de «cielo». En efecto, aunque eliminases aquel pasaje en el que se lee: «De ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3), podrías afirmar, no obstante, que el reino de ésos -mientras dura- es Cristo mismo, dado que extiende su poder incluso sobre cada uno de los pensamientos de aquel que deja de ser esclavo del pecado; ese pecado que, por el contrario, de señor lo convierte en el cuerpo mortal de aquellos que están prostituidos. Al decir, pues, que Cristo domina sobre cada pensamiento de alguien, pretendo dar a entender que allí donde haya justicia y sabiduría y verdad junto con todas las otras virtudes, allí ejerce el Señor su poder sobre aquel que se ha convertido él mismo en «cielo», llevando en sí mismo la imagen de realidades celestiales (Orígenes, Comentario al evangelio de Mateo, 14, 7).

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