El 1 de
noviembre, en el principal cementerio de Roma, el Papa celebró una Eucaristía.
Otra novedad del papa Francisco. En la homilía dijo algo chocante: “hay que
echar el ancla en el cielo”. El ancla se tira hacia abajo, como lastre para que
el barco no se mueva. Paradójicamente, se nos invita a arrojar nuestra ancla
hacia arriba. Se supone que para dejarnos imantar hacia las alturas, hacia lo
mejor y trascendente.
Lo tenemos
difícil en los tiempos que corren. Cuando el único horizonte de la vida es el
dinero, la honra, el poder... es difícil creer en la resurrección. Instalados
en la sociedad de bienestar, la única lucha que parece merecer la pena hoy es
defender este bienestar. Que se lo digan si no a los políticos de izquierdas o
de derechas. Son tan seductoras y variadas las ofertas de
nuestro mundo que fácilmente sucumbimos a sus encantos. Y dejamos que nuestra
barca se enrumbe hacia los cantos de sirena de las satisfacciones presentes. De
eso se quejaba Pablo en una de sus cartas. Uno de sus acompañantes lo había
dejado solo, “enamorado de este mundo”. Y no es que
no tengamos que amar este mundo. ¿Cómo no amarlo cuando es obra y creación de Dios,
el amigo de la vida? Lo empobrecedor no es amar el mundo, el presente y
disfrutar de él. Lo terrible es cuando ese amor y ese disfrute se convierten en
excluyentes. Eso es tanto como castrar lo mejor del ser humano. ¿Habremos perdido de vista la promesa de la gloria y la
imantación fundamental hacia el cielo para vivir y gozar del Dios de la vida en
la eternidad?
Creemos los
cristianos en una salida para este mundo de dolor y de pecado. Creemos en una
“tierra nueva y un cielo nuevos”, en los que no hay dolor ni lágrimas, porque
todo eso es pasado. Cielos y tierra en los que habita la justicia, y se bebe
gratis de la fuente de la vida. Porque Dios está en el centro y le veremos
“cara a cara”. No
significa la fe en la resurrección un desinterés por el mundo y menos aún una
“fuga mundi”. Es el mundo, la obra de Dios, el que hay que liberar de la
corrupción y el desorden que los humanos hemos introducido en él con nuestro
pecado. La fe en la resurrección significa que hay que resucitar cada día, ya
desde ahora mismo, a una vida nueva, en que todos los seres y, sobre todo, cada
una de las personas sean amados en sí mismos, como Dios las ama, porque son su
obra.
Si no hay
resurrección, Dios es un mentiroso y los que creemos en ella unos desgraciados.
Así lo dice San Pablo. ¿Es, pues, la resurrección tras la muerte una ilusión
humana sin fundamento? ¿Un narcótico para paliar nuestras penas? Así lo han
pensado algunos. Pero no es así. Es la promesa firme de Dios, del Dios de vivos
y no de muertos, del que puede sacar vida de la muerte. En Él creemos,
esperamos y por eso amamos. No es ésta una fe para espíritus débiles. Sólo
pueden mantenerla los fuertes, los que están dispuestos a luchar hasta entregar
la propia vida para mejorar la de los demás. Porque mantienen una esperanza que
no será defraudada.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
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