"Nos
visitará el sol que nace de lo alto" (Lc 1,78)
Icono con imágenes del Apocalipsis. S. XVI |
La Palabra de Dios presenta la posibilidad de hacer, de
construir, de trabajar en torno a un proyecto como algo real en cada momento de
la historia, incluso en los más tenebrosos. Ante el hundimiento de cierto
modelo de vida y la disgregación de los valores tradicionales, sería un acto de
desconfianza decir: «No puedo hacer nada». Sería, además, vivir fuera del
tiempo intentar volver a poner en pie viejas instituciones, echando de menos
con nostalgia la vida de un tiempo pasado, mostrándonos incapaces de dialogar
con el mundo actual.
El compromiso que tenemos es el de construir el Reino de
Dios en el hoy, reconociéndolo como tiempo de salvación en el que Dios nos pide
que trabajemos en su nombre.
Pablo, en un pasaje de la primera Carta a los Corintios,
habla de la obra de edificación de la comunidad, de trabajar con el mejor
material, que será cribado y valorado al final (1 Cor 3,12-17). Del mismo modo
que las construcciones son sometidas a prueba en los cataclismos, así los
desbarajustes de la historia ponen a prueba la resistencia de una comunidad
cristiana, el aguante de nuestra fe. En determinados momentos se ve cómo hemos
construido, qué material hemos empleado, en qué proyectos está basado. ¿Se
apoya nuestra casa en la foca que es Cristo (cf. Mt 7,24-27)?
La certeza de que habrá un final no puede llevarnos a dejar
de remar, sino a garantizar un futuro a nuestros hermanos, a obrar de modo que
todos se sientan inflamados y alegrados por la aparición del «sol de
justicia». De ahí la imposibilidad de huir de este tiempo. El trabajo
cotidiano, sea del tipo que sea, es el lugar de la fiel espera de la
intervención definitiva de Dios por parte del hombre, es el lugar donde, como
cristianos, estamos llamados a dar un buen testimonio de Cristo. La vida
cotidiana, el silencio, la sencillez, son los caminos que hemos de escoger, en
este tiempo, para hablar de la sabiduría ante los poderosos del mundo.
Señor Jesús, concédeme hoy tu espíritu de perseverancia,
para llevar adelante los compromisos que me han sido confiados.
Concédeme poder amar a los que me persiguen y haz que, a tu
vuelta, me puedas encontrar dispuesto.
Que yo pueda resplandecer por tu justicia delante de los
hombres gracias a tu luz en el momento de tu venida.
Te ruego también por mis compañeros de trabajo y por
aquellos que, a causa de su profesión, están lejos de sus seres queridos. Llena
de valor su corazón y recompénsales por sus fatigas.
Vemos, un mar turbado desde los abismos, navegantes que
flotan muertos sobre las olas y otros sumergidos, las tablas de los barcos
sueltas, las velas desgarradas, los mástiles destrozados, los remos sueltos de
las manos de los remeros, los pilotos no sentados al timón, sino en el puente,
con las manos entre las rodillas: gimen por su impotencia frente a los
elementos, gritan, se lamentan, sollozan; no se divisa ni el cielo ni el mar,
sino sólo las tinieblas profundas, impenetrables y turbias, hasta tal punto que
ni siquiera se puede ver al vecino, y de todas partes caen monstruos marinos
sobre los navegantes.
Pero ¿por qué intento describir lo que no se puede? Aunque
busque cualquier imagen que exprese los males presentes, mi discurso queda
superado por la realidad y retrocede. Sin embargo, aunque lo vea bien, no
renuncio a la buena esperanza, pensando en el piloto de todo el universo, que
no supera la borrasca con su arte, sino que deshace el huracán con un ademán. No
lo hace de buenas a primeras o de inmediato, sino que acostumbra a actuar así:
no aniquila los males al principio, sino cuando han crecido, cuando llegan al
extremo, cuando los más ya desesperan: entonces realiza sus prodigios y sus
maravillas, mostrando de este modo su poder y ejercitando en la paciencia a
aquellos sobre quienes han caído los males.
No te abatas por tanto. Una sola cosa, oh Olimpia, hay que
temer, una sola es la tentación verdadera: el pecado. Nunca he cesado de
repetir este discurso a tus oídos: todo lo demás son fábulas, aunque se hable
de insidias, de hostilidades, de engaños, de calumnias, de insultos, de
acusaciones, de confiscaciones, de exilio, de espadas afiladas, de mar, de
guerra en toda la tierra. Por muy glandes que sean estas tribulaciones, son
temporales, limitadas; subsisten sólo en el cuerpo mortal y no perjudican al
alma vigilante. Por eso, el bienaventurado Pablo, queriendo mostrarnos la
mezquindad de lo que es útil y de lo que es doloroso en la vida presente, lo
resume todo con una sola expresión diciendo: «Las realidades que se ven
son transitorias». ¿Por qué, entonces, tienes miedo de lo que es transitorio y
discurre como la corriente de un río? Así son, en efecto, las realidades
presentes, sean favorables o molestas (Juan Crisóstomo, Carta a
Olimpia, 1,1).
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