"Baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu
casa" (Lc 19,5).
Acogida. Ésta podría ser la palabra clave de la liturgia de
este domingo. Zaqueo es su intérprete. Acoger a Jesús significa para él recibir
la salvación de Dios, su amistad y su perdón. Junto con Zaqueo también son
artífices de la acogida los tesalonicenses, que han dejado espacio y tiempo al
anuncio del Evangelio y que están llamados a preparar el momento de su
encuentro con Jesús a través de la fidelidad y la disponibilidad a realizar lo
que está bien a los ojos de Dios en un tiempo difícil, en un tiempo en el que
sería más conveniente no exponerse con el nombre de cristiano.
Acogida significa, para el libro de la Sabiduría, buscar los
caminos para abrirse al diálogo con hombres de diferente origen y cultura, que
forman parte de la creación y se encuentran bajo la mirada compasiva de Dios.
Su existencia bajo el mismo cielo, querida por el Creador del universo, cancela
la distinción entre puro e impuro, entre seres de primera y de segunda
categoría, y trae consigo el reconocimiento de una fraternidad universal.
Acogida significa, para nosotros, anular las distancias que
nos separan todavía de Jesús. Es demasiado fácil ser espectadores, sentados y
sin ser molestados, ante el paso de Jesús. Es mejor bajar y permitir que Jesús
nos conozca mejor, entre las paredes de nuestra casa, en las estancias del
corazón. Es allí donde nace una relación de amistad y de amor con él, es allí
donde nos encontraremos en condiciones de hablarle de nuestra vida. La acogida
no es un adorno ni una cuestión de formalidad: es esencial para que nazca una
relación cualitativamente diferente con Jesús y con las personas que
encontremos. La familiaridad con Jesús nos permite, además, desprendernos de la
sed del beneficio, del deseo de riquezas y de las preocupaciones que éstas suscitan
(cf. Lc 8,14; 10,38-42): «Donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón» (12,34).
Si estamos en condiciones de acoger a Jesús en nuestra vida
cotidiana, con opciones concretas de conversión, podremos salirle al encuentro
en la gloria, en el momento de su vuelta como Señor y Juez del universo.
Concédenos, Señor Jesús, la misma gloria que experimentó Zaqueo cuando te recibió en su casa.
Concédenos la alegría de tu perdón y de tu amistad.
Concédenos poder dar con alegría nuestras riquezas a los
pobres, ser amigos suyos en el cielo y en la tierra.
Concédenos la alegría de acogerte en el pobre, en el
extranjero, en el enfermo, en las personas que no conseguimos soportar.
Concédenos un corazón libre y puro, capaz de amar. Concédenos
el tesoro de estar contigo en el Reino del Padre.
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Es cierto que cada uno de nosotros hace bien a su propia
alma cada vez que socorre con misericordia las necesidades de los otros.
Nuestra beneficencia, por tanto, queridos hermanos, debe ser pronta y fácil, si
creemos que cada uno de nosotros se da a sí mismo lo que otorga a los
necesitados. Oculta su tesoro en el cielo el que alimenta a Cristo en el pobre.
Reconoce en ello la benignidad y la economía de la divina piedad: ha querido
que tú estés en la abundancia a fin de que por ti no esté el otro en necesidad
y de que por el servicio de tu buena obra liberes al pobre de las necesidades y
a ti mismo de la multitud de tus pecados. ¡Oh admirable providencia y bondad
del Creador, que ha querido poner en un solo acto la ayuda para dos!
El domingo que viene, por tanto, tendrá lugar la colecta.
Exhorto y amonesto a vuestra santidad que os acordéis todos de los pobres y de
vosotros mismos y, según las posibilidades de vuestras fuerzas, veáis a Cristo
en los necesitados; a Cristo, que tanto nos ha recomendado a los pobres, que
nos ha dicho que en ellos vestimos, acogemos y le alimentamos a él mismo (León
Magno, Sermones, 6).
Hoy os hablaré de la pobreza. Debemos permanecer fieles, de
manera simultánea, al pensamiento mismo de Cristo y a la solicitud concreta de
nuestro amor por los que sufren las injusticias y la miseria. Por consiguiente,
es a la luz de una comprensión cada vez más profunda del Evangelio, que debemos
redescubrir cada día, como debe ir formándose poco a poco en el fondo de
nuestro corazón, en nuestros reflejos, en nuestros juicios -en una palabra, en
todo nuestro comportamiento-, el verdadero pobrecito de Jesús, tal como él lo
desea, tal como él lo quiere. Una pobreza así está llena de alegría y de amor,
y debemos esmerarnos en evitar oponer a esta pobreza, que es cosa delicada y
divina, una falsificación humana que tal vez tuviera su apariencia, que tal vez
pudiera hasta parecer a algunos más «materialmente» auténtica, pero correría el
riesgo de resolverse en dureza, en juicios sumarios, en condenas, en desunión,
en rupturas de la caridad. Seremos pobres porque el espíritu de Jesús estará en
nosotros, porque sabemos que Dios es infinitamente sencillo y pobre de toda
posesión y, sobre todo, porque queremos amar como él a los pobres y compartir
su condición
Recordad siempre que el amor consuma todo en Dios, que el
amor condujo a Cristo a la tierra y que los hombres siempre tienen sed de amor.
Si vuestra pobreza no es simplemente unrostro de amor, no es
auténticamente divina. Las exigencias de la pobreza no pueden estar por encima
de las exigencias de la caridad: desconfiad de las falsificaciones demasiado
humanas de la pobreza. La tentación del pobre son la envidia, los celos, la
aspereza del deseo, la condena de todos los que poseen más que él.
(R. Voillaume, Come
loro, Cinisello B. 1987, pp. 412ss).
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