Naturalmente que a nadie nos es dado realizar eso que vemos
a Jesús hacer en los evangelios. Llegar a un pueblo, ver un entierro y
resucitar al muerto. Estos comportamientos de Jesús, como el que leíamos el
pasado domingo dando de comer a una muchedumbre con cinco panes y dos peces,
nos alejan de él, al menos en apariencia. Sólo en
apariencia. Porque incluso tras estos relatos de milagros en los que el Señor
parece actuar de manera sobrehumana, se pone de relieve algún aspecto del común
sentir y actuar humanos. En ese sentir es donde radica la originalidad del
comportamiento de Jesús. Y también su ejemplaridad para con nosotros. El resto,
lo sobreañadido es ya obra de Dios. Las consecuencias del actuar del cristiano,
cuando es semejante al de Cristo, son imprevisibles. No es que sea bueno desear
o pedir milagros. Pero los milagros se producen cuando el seguimiento de Cristo
es cercano.
Observemos
el hecho tal como nos lo cuenta San Lucas. Llega Jesús al pueblo de Naín. Observa
algo nada insólito: un sepelio. Ve a una señora angustiada caminando tras el
féretro. Surge la pregunta: ¿el esposo, un hermano, un hijo? Cualquiera le
responde: el difunto es el hijo único de esa viuda. Jesús no soporta tanto
dolor. Dice el evangelio que sintió lástima. Lo que dice San Lucas exactamente
es que se le removieron las entrañas. Vemos con frecuencia en los relatos
evangélicos esos sentimientos de Jesús: no quiere y no puede ver sufrir a la
gente sin tomar alguna medida. “No llores”, le dice. Esa es la clave de todo el
quehacer de Jesús.
A Jesús
nadie le pide nada, ni le dice nada. Tampoco es esclavo de un rol, de una
función que tiene que cumplir por oficio. Lo único que hace Jesús es escuchar
su corazón que late con tanta fuerza como dolor. Y actúa en consecuencia. No
piensa en sí mismo, piensa en la viuda que ahora se ha quedado también huérfana
del hijo.
No es tan
extraordinario lo que viene a continuación. Es la consecuencia de un gran
deseo, trasformado en acción, en orden perentoria: “a ti te lo digo, muchacho,
levántate”. Así actúa Jesús. Y así actúan las personas de corazón grande que se
olvidan de sí mismos, que son libres, que no actúan por el miedo, ni por el qué
dirán y que gozan de una concepción positiva y generosa de la vida, del ser
humano, de la creación. Pero ¿quién actúa hoy espontáneamente con gratuidad?
Ha llegado
al Vaticano un papa nuevo al que se le adivinan algunos de estos rasgos: la
espontaneidad y libertad de quien no está pensando en sí mismo, unidas a la clarividencia
para ver en los otros –quienesquiera que sean- personas humanas, hermanos, ni
inferiores ni superiores. Y la firmeza para saber que las cosas no tienen que
seguir siendo como son, que muchas realidades, de ayer o de hoy, pueden y deben
cambiar. ¿Cuándo obtendremos libertad y espontaneidad para actuar guiados sólo
por un corazón noble, sensible y capaz de amar? Quizá ese día seamos testigos
de muchos milagros. Muchos más, sin duda, que cuando nos movemos por intereses
personales y con la ramplonería de la queja y la mera reclamación de derechos.
JOSÉ MARÍA
YAGÜE
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