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martes, 4 de junio de 2013

LA CLAVE DEL ACTUAR DE JESÚS.

            Naturalmente que a nadie nos es dado realizar eso que vemos a Jesús hacer en los evangelios. Llegar a un pueblo, ver un entierro y resucitar al muerto. Estos comportamientos de Jesús, como el que leíamos el pasado domingo dando de comer a una muchedumbre con cinco panes y dos peces, nos alejan de él, al menos en apariencia. Sólo en apariencia. Porque incluso tras estos relatos de milagros en los que el Señor parece actuar de manera sobrehumana, se pone de relieve algún aspecto del común sentir y actuar humanos. En ese sentir es donde radica la originalidad del comportamiento de Jesús. Y también su ejemplaridad para con nosotros. El resto, lo sobreañadido es ya obra de Dios. Las consecuencias del actuar del cristiano, cuando es semejante al de Cristo, son imprevisibles. No es que sea bueno desear o pedir milagros. Pero los milagros se producen cuando el seguimiento de Cristo es cercano.

            Observemos el hecho tal como nos lo cuenta San Lucas. Llega Jesús al pueblo de Naín. Observa algo nada insólito: un sepelio. Ve a una señora angustiada caminando tras el féretro. Surge la pregunta: ¿el esposo, un hermano, un hijo? Cualquiera le responde: el difunto es el hijo único de esa viuda. Jesús no soporta tanto dolor. Dice el evangelio que sintió lástima. Lo que dice San Lucas exactamente es que se le removieron las entrañas. Vemos con frecuencia en los relatos evangélicos esos sentimientos de Jesús: no quiere y no puede ver sufrir a la gente sin tomar alguna medida. “No llores”, le dice. Esa es la clave de todo el quehacer de Jesús.

            A Jesús nadie le pide nada, ni le dice nada. Tampoco es esclavo de un rol, de una función que tiene que cumplir por oficio. Lo único que hace Jesús es escuchar su corazón que late con tanta fuerza como dolor. Y actúa en consecuencia. No piensa en sí mismo, piensa en la viuda que ahora se ha quedado también huérfana del hijo.

            No es tan extraordinario lo que viene a continuación. Es la consecuencia de un gran deseo, trasformado en acción, en orden perentoria: “a ti te lo digo, muchacho, levántate”. Así actúa Jesús. Y así actúan las personas de corazón grande que se olvidan de sí mismos, que son libres, que no actúan por el miedo, ni por el qué dirán y que gozan de una concepción positiva y generosa de la vida, del ser humano, de la creación. Pero ¿quién actúa hoy espontáneamente con gratuidad?

            Ha llegado al Vaticano un papa nuevo al que se le adivinan algunos de estos rasgos: la espontaneidad y libertad de quien no está pensando en sí mismo, unidas a la clarividencia para ver en los otros –quienesquiera que sean- personas humanas, hermanos, ni inferiores ni superiores. Y la firmeza para saber que las cosas no tienen que seguir siendo como son, que muchas realidades, de ayer o de hoy, pueden y deben cambiar. ¿Cuándo obtendremos libertad y espontaneidad para actuar guiados sólo por un corazón noble, sensible y capaz de amar? Quizá ese día seamos testigos de muchos milagros. Muchos más, sin duda, que cuando nos movemos por intereses personales y con la ramplonería de la queja y la mera reclamación de derechos.


                                                                                      JOSÉ MARÍA YAGÜE


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