El lenguaje. ¡Cuántas veces el problema es el lenguaje! Hay
ocasiones en que la palabra corrompe el pensamiento. Hablamos un lenguaje tan
cartesiano y atado al duro banco de la escolástica aprendida, que a la gente le
cuesta trabajo entendernos. Hay palabras en la liturgia y en la
predicación que son como adoquines en la calle, estorbos para caminar,
cuando lo que debe de ser es el mejor vestido del pensamiento. Pero abunda
el empeño de un lenguaje engolado, con acento de bóveda y que echa para atrás
como olor fétido. Los límites del lenguaje son los límites del mundo, que
dijera Wittgenstein.
Estamos en Pentecostés y resuenan ecos de
glosolalia, don de lenguas, que en la teología cristiana se define como la
facultad de hablar en idiomas que no se conocen. Habría que matizar el
lenguaje. Un don útil para dar señal de la fe y anunciar el Evangelio a los no
creyentes. Hablar en una lengua o en otra y hablar con lenguajes nuevos y
distintos.
El lenguaje del símbolo, de la imagen y del cuerpo. El
lenguaje de los hechos, el lenguaje del arte, de la música, de la pintura. Hay
muchas maneras de hablar. Existe un lenguaje que va mucho más allá de las
palabras.
Se extrañan muchos de la poca utilización de las
lenguas del papa Francisco. O español o italiano. Ni tan siquera el latín,
la lengua de Ovidio y Terencio, de Cicerón y Virgilio, pero al fin y al cabo,
una lengua que, pasada por el tamiz eclesiástico, fue perdiendo fuerza con el
paso de los tiempos. Hablar a Dios en cualquier lengua, aunque mejor la del
corazón, sin empeñarse en solo hablarle en latín, cuando las jóvenes generaciones
ni lo conocen y los más ancianos dieron muestras de no entenderlo cuando
Benedicto XVI les anunció su retirada en la lengua de Horacio. Es como hablarle
a los pájaros de álgebra. Solo entienden de trinos. Es la tozudez de la
nostalgia, tan viva en los desiertos.
Hay que recuperar la fuerza del signo. Para Alfred de
Musset, “el único lenguaje verdadero en el mundo es un beso”. Y para la Iglesia hay lenguajes
vivos que no debiera esconder, sino potenciar. El don de lenguas es hacer que
cada uno entienda en su propio lenguaje. Y desde ahí, proponerle al Dios de Jesucristo.
Pocas palabras ante una pieza de Debussy, un cuadro de
Rembrandt, una página de Flaubert, una escultura de Rodin, un templo como el de
Burgos o una fuente como la de Trevi. Todo es fuerza, lenguaje desbordante,
camino de belleza. Es el lenguaje de las flores de Juan de la Cruz y el lenguaje del abrazo
de Francisco de Asís.
Hace falta renovar el lenguaje con la fuerza de
Pentecostés. Cada uno lo entendía en su propia lengua. La lengua no es la
envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo, decía Unamuno. Urge
un lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas con amor, el lenguaje que sale
de la mazmorra y de la bóveda y vuela muy alto.
De Vida Nueva
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