Cada año en el mes de mayo celebra la Iglesia la hermosa fiesta
de la Ascensión
del Señor a los cielos. Primavera, nueva
luminosidad, días largos y noches cortas, renacer de la vida... ¡Cómo está el
campo en estos días después de las lluvias! Hay que salir, detenerse, oler, gozar... ante la multitud de
florecillas blancas, amarillas, violetas... que pueblan cunetas, arribazos,
laderas de charcas y todos los rincones a donde no llegan el arado o los
sembrados. Tras el invierno largo y duro que hemos padecido, llega de nuevo la
vida. Signo y
preanuncio anual de que no todo es muerte y de que el final no es la oscuridad
del sepulcro, la volatilidad de cenizas lanzadas al viento o el tenebroso
pesimismo de que nada tiene sentido.
Pero hay
que mirar. Con una mirada bien enfocada. Si no se mira o la mirada se detiene
sólo en la corrupción o en el vacío, no cabe la esperanza. Y, sin esperanza,
sólo hay parálisis, amargura y dardos envenenados a todo y a todos los que nos
rodean. Hay que salir al campo, mirar hacia arriba, llenar los pulmones de aire
limpio. Quizás es el medio más fácil, más barato y más rápido para emprender el
camino hacia la vida. El pesimismo que enerva a nuestra sociedad española no da
salida hacia nada nuevo. Ni tampoco es la única respuesta posible a nuestras
graves dolencias.
Lo más
inteligente y noble es siempre la esperanza. No la ilusión evasiva y huidiza de
la realidad. Las corruptelas y la negatividad están ahí. Con las consecuencias
funestas para millones de personas y familias. Pero no es esa la única
realidad. Por tópico que suene, siempre será cierto que luce el sol, que el
aire llena nuestros pulmones, que crece la vida y la tierra se repuebla. Lo
terrible es que cerremos los ojos a esa maravilla de la vida que irrumpe
siempre, por más que nos neguemos a servirla.
Siempre, claro
está, que ésta no sea pasiva sino que movilice todos los recursos personales y
sociales hacia el triunfo de la vida. La sola esperanza no es todo. A ella se
une el compromiso que nace del mismo mandato del Señor: “Seréis mis testigos”.
“¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?”. Nada menos pasivo que la esperanza si ha
de ser auténtica esperanza cristiana. Revestido de la fuerza de lo alto, del Espíritu
prometido y derramado, al cristiano no le basta con mirar al cielo. La
esperanza se torna imposible, se afogona sin esfuerzo humano, sin lucha. Una
mirada humana y cristiana otea el horizonte pero no pierde de vista los
detalles.
En la
primavera de la tierra, la mirada ha de ascender desde lo cotidiano e
inmediato, hasta descansar en el azul esplendoroso del cielo. Sin ser evasiva,
la esperanza se vive y disfruta en el quehacer sosegado de cada día.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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