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martes, 7 de mayo de 2013

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


           Cada año en el mes de mayo celebra la Iglesia la hermosa fiesta de la Ascensión del Señor a los  cielos. Primavera, nueva luminosidad, días largos y noches cortas, renacer de la vida... ¡Cómo está el campo en estos días después de las lluvias! Hay que salir,  detenerse, oler, gozar... ante la multitud de florecillas blancas, amarillas, violetas... que pueblan cunetas, arribazos, laderas de charcas y todos los rincones a donde no llegan el arado o los sembrados. Tras el invierno largo y duro que hemos padecido, llega de nuevo la vida.  Signo y preanuncio anual de que no todo es muerte y de que el final no es la oscuridad del sepulcro, la volatilidad de cenizas lanzadas al viento o el tenebroso pesimismo de que nada tiene sentido.

            Pero hay que mirar. Con una mirada bien enfocada. Si no se mira o la mirada se detiene sólo en la corrupción o en el vacío, no cabe la esperanza. Y, sin esperanza, sólo hay parálisis, amargura y dardos envenenados a todo y a todos los que nos rodean. Hay que salir al campo, mirar hacia arriba, llenar los pulmones de aire limpio. Quizás es el medio más fácil, más barato y más rápido para emprender el camino hacia la vida. El pesimismo que enerva a nuestra sociedad española no da salida hacia nada nuevo. Ni tampoco es la única respuesta posible a nuestras graves dolencias.

            Lo más inteligente y noble es siempre la esperanza. No la ilusión evasiva y huidiza de la realidad. Las corruptelas y la negatividad están ahí. Con las consecuencias funestas para millones de personas y familias. Pero no es esa la única realidad. Por tópico que suene, siempre será cierto que luce el sol, que el aire llena nuestros pulmones, que crece la vida y la tierra se repuebla. Lo terrible es que cerremos los ojos a esa maravilla de la vida que irrumpe siempre, por más que nos neguemos a servirla.

            La Ascensión, que la Iglesia celebra el próximo domingo, es la explosión final de la gran sinfonía de la tierra y de la historia. Dios, el director de la orquesta, a pesar de los muchos fallos de esos músicos deficientes que somos los humanos, hace sonar la melodía, sostiene el “cantus firmus” y dirige con maestría la historia hacia “los nuevos cielos y la tierra nueva”. Por eso es posible, inteligente y razonable la esperanza.

            Siempre, claro está, que ésta no sea pasiva sino que movilice todos los recursos personales y sociales hacia el triunfo de la vida. La sola esperanza no es todo. A ella se une el compromiso que nace del mismo mandato del Señor: “Seréis mis testigos”. “¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?”. Nada menos pasivo que la esperanza si ha de ser auténtica esperanza cristiana. Revestido de la fuerza de lo alto, del Espíritu prometido y derramado, al cristiano no le basta con mirar al cielo. La esperanza se torna imposible, se afogona sin esfuerzo humano, sin lucha. Una mirada humana y cristiana otea el horizonte pero no pierde de vista los detalles.

            En la primavera de la tierra, la mirada ha de ascender desde lo cotidiano e inmediato, hasta descansar en el azul esplendoroso del cielo. Sin ser evasiva, la esperanza se vive y disfruta en el quehacer sosegado de cada día.

                                                                        JOSÉ MARÍA YAGÜE

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