"Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos" (De la secuencia del día)
Las lenguas de fuego brotan del círculo del cielo como chorros de una fuente espiritual y se posan en los apóstoles. La dimensión personal y comunitaria coexisten, y se abren al viejo rey, que languidece prisionero de las tinieblas. El viejo rey representa el cosmos, el mundo que vive en tinieblas y espera el momento de ser vivificado por el Espíritu. Los doce rollos de la tela representan la predicación de los apóstoles.
Los apóstoles se reúnen en semicírculo: a la izquierda, Pedro, Mateo y Lucas, Simón, Bartolomé y Felipe. A la derecha, Pablo, Juan y Marco, Andrés, Santiago y Tomás. El espacio vacío del centro evoca a Cristo, presente a través del Espíritu. La energía no creada delinea con finos trazos de oro el coro en forma de herradura donde se sientan los apóstoles.
Jesús nos envía al Espíritu para que pueda llevarnos a conocer del todo la verdad sobre la vida divina. La verdad no es una idea, un concepto o una doctrina, sino una relación. Ser guiados hacia la verdad significa ser insertados en la misma relación que tiene Jesús con el Padre; significa llegar a ser parte en un noviazgo divino. Esa es la razón por la que Pentecostés es el complemento de la misión de Jesús. Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda «cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.
Las lenguas de fuego brotan del círculo del cielo como chorros de una fuente espiritual y se posan en los apóstoles. La dimensión personal y comunitaria coexisten, y se abren al viejo rey, que languidece prisionero de las tinieblas. El viejo rey representa el cosmos, el mundo que vive en tinieblas y espera el momento de ser vivificado por el Espíritu. Los doce rollos de la tela representan la predicación de los apóstoles.
Los apóstoles se reúnen en semicírculo: a la izquierda, Pedro, Mateo y Lucas, Simón, Bartolomé y Felipe. A la derecha, Pablo, Juan y Marco, Andrés, Santiago y Tomás. El espacio vacío del centro evoca a Cristo, presente a través del Espíritu. La energía no creada delinea con finos trazos de oro el coro en forma de herradura donde se sientan los apóstoles.
Jesús nos envía al Espíritu para que pueda llevarnos a conocer del todo la verdad sobre la vida divina. La verdad no es una idea, un concepto o una doctrina, sino una relación. Ser guiados hacia la verdad significa ser insertados en la misma relación que tiene Jesús con el Padre; significa llegar a ser parte en un noviazgo divino. Esa es la razón por la que Pentecostés es el complemento de la misión de Jesús. Con Pentecostés, el ministerio de Jesús se hace visible en plenitud. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos y habita en ellos, su vida queda «cristificada», esto es, transformada en una vida marcada por el mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. La vida espiritual, en efecto, es una vida en la que somos elevados a ser partícipes de la vida divina.
Ser elevados a la participación de la vida divina del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo no significa, sin embargo, ser echados fuera del mundo. Al
contrario, los que entran a formar parte de la vida espiritual son precisamente
los que son enviados al mundo para continuar y llevar a término la obra
iniciada por Jesús. La vida espiritual no nos aleja del mundo, sino que nos
inserta de manera más profunda en su realidad. Jesús dice a su Padre: «Yo los
he enviado al mundo, como tú me enviaste a mí» (Jn 17,18). Con ello nos aclara
que, precisamente porque sus discípulos no pertenecen ya al mundo, pueden vivir
en el mundo como lo ha hecho él (cf. Jn 17,15s). La vida en el Espíritu de
Jesús es, pues, una vida en la cual la venida de Jesús al mundo -es decir, su
encarnación, muerte y resurrección- es compartida externamente por los que han
entrado en la misma relación de obediencia al Padre que marcó la vida personal
de Jesús. Si nos hemos convertido en hijos e hijas como Jesús era Hijo, nuestra
vida se convierte en la prosecución de la misión de Jesús.
(H. J. M. Nouwen,
Invito alla vita spirituale, Brescia 20002, pp. 42-44, passim [trad. esp.: Tú
eres mi amado: la vida espiritual en un mundo secular, PPC, Madrid 2000])
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