Enviado por Miguel Ruano Sánchez:
Tenemos aquí una primera indicación de la importancia considerable de la realidad «Asamblea», porque es la palabra griega que significa la asamblea la que ha prevalecido sobre los demás vocablos para designar este grupo que constituye el conjunto de los discípulos, es decir, la ekklesia, la Iglesia. La Palabra «Iglesia» designa, pues, principalmente la Iglesia local y, sobre todo, la asamblea litúrgica. Pero parece tan
adecuada para significar la realidad fundamental de la existencia cristiana, que pronto pasa a designar a los cristianos, incluso fuera de la asamblea litúrgica, y a superar la asamblea local para extenderse a la congregación mística de los fieles del mundo entero. Este paso fue dado ya por Pablo en Ef 5, 21-33.
La reunión de los creyentes en asamblea es, por tanto, lo más significativo para la liturgia cristiana. Lo primero de una celebración no es el local donde tiene lugar: en la época apostólica era un lugar profano (cf. Act 2, 46); no es tampoco el ministro; como su nombre indica, el ministro es el servidor de la asamblea (cf. 2 Cor 4, 5); si se nos apura, diremos que no es ni siquiera el sacramento en el caso de la Eucaristía, pues los cristianos tienen el deber de congregarse, aunque no puedan tener la misa, como lo prueban bien las asambleas dominicales sin sacerdote. Lo que es primero y fundamental en toda celebración es la asamblea. La celebración no es como un culto en que el gran sacerdote podría ser delegado para hacer todo lo que se debe en lugar de los demás. La asamblea es el primer acto de la celebración: es ella la que se reúne, la que reza, la que canta, la que alaba, la que intercede y se ofrece dando gracias. Las Plegarias Eucarísticas, por ejemplo, no están en singular, como si sólo el sacerdote tuviera que realizar lo que ellas dicen, sino en plural, puesto que toda la asamblea es el sujeto: «Te ofrecemos, Señor, el pan de vida y el cáliz de salvación, y te damos gracias porque nos has hecho dignos de estar en tu presencia», dice la Segunda Plegaria Eucarística. En una palabra, es toda la asamblea la que celebra, todos «concelebran con» Cristo, primer celebrante. En toda celebración, sea eucarística o no, la asamblea es fundamental, ya que es ella la que hace existir la Iglesia y la que la da consistencia; la que celebra es la Iglesia.
Por eso, precisamente, se ha podido hablar con todo derecho del sacramento de la asamblea. Un sacramento es, lo sabemos, «un signo eficaz de gracia» que “contiene la gracia que significa”. En sentido estricto, no hay más que siete sacramentos, pero en sentido amplio toda realidad que significa eficazmente la gracia puede ser llamada sacramental. Así, en virtud de la palabra del Señor: «donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 10), la asamblea es un auténtico sacramento de la presencia del Señor. Es un signo visible que realiza eficazmente la presencia invisible del Señor en medio de sus miembros. La Constitución sobre la Liturgia del Vaticano II nos recuerda útilmente en el párrafo 7 que la asamblea es, con el ministro, la Eucaristía y la Palabra, uno de los modos a través de los cuales el Señor se hace presente. Precisemos todavía que esta sacramentalidad de la asamblea tiene valor por sí misma: la asamblea es sacramento de la presencia de Cristo en toda celebración, incluso no sacramental.
Es cierto que la teología de la asamblea ha tenido, desde el final de la guerra, un desarrollo muy rápido, gracias principalmente al movimiento litúrgico , conquistando derecho de ciudadanía en los espíritus; a él se debe en buena parte la reforma litúrgica realizada en el Vaticano II. Pero no es tan seguro que todos los cristianos, ni siquiera muchos sacerdotes, estén dispuestos a devolver a la asamblea su rol de «plataforma sustentadora» de la celebración y sobre todo a ver en ella ese signo privilegiado de la presencia del Señor. La dificultad con que nuestra época sale del individualismo litúrgico precedente es significativa.
¡Qué mal se conjugan todavía las cosas para que todos los miembros de una asamblea participen en la liturgia! Todo el misterio de la presencia de Cristo se centra con frecuencia en la persona del sacerdote, y sobre todo en el Santísimo Sacramento. Así, volviendo a retomar un punto que ya hemos tocado, las iglesias son consideradas más como Templos que cobijan al Santísimo Sacramento, que como «casa de asamblea». Y las misas se siguen viendo más como medios de asegurar la presencia real (eventualmente, tal fue el caso frecuente de recargar los tabernáculos), que como asambleas que se abren a la presencia del resucitado.
Es evidente que el sacerdote y la hostia son ciertamente portadores de esta presencia. Y el «pan de vida» lo es de una manera supereminente, ya que es la presencia misma del resucitado. Pero no lo son independientemente de la asamblea. No es que la Eucaristía se limite a las dimensiones de la asamblea: está claro que existe presencia real, incluso cuando la asamblea no está allí; pero la Eucaristía y la asamblea están indisolublemente unidas por una relación que expresa perfectamente el P. De Lubac: «Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace a la Iglesia». Así no es posible aislar al Santísimo Sacramento por sí mismo, descuidando la asamblea, ya que es precisamente ésta la que lo hace. Por su parte, el Santísimo Sacramento crea la Asamblea constituyéndola «cuerpo de Cristo», que, es el fin de la Eucaristía. Consecuencia de una concepción totalmente humana de la Iglesia, vista únicamente como sociedad o como institución, la importancia de la asamblea se encuentra reducida y el Santísimo Sacramento superexaltado. La Eucaristía es ciertamente el Cuerpo de Cristo. Pero la asamblea también lo es, ya que es la Iglesia: «Cristo es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 18). Bajo este título, la Iglesia dispone de una cierta preeminencia sobre la Eucaristía, ya que ésta, en cuanto modo sacramental de la presencia del Señor, está sometida a este mundo y pasará, mientras que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, permanecerá, transformándose en Iglesia eterna y «constituyendo ese hombre perfecto que, en la madurez de su desarrollo, es la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13),. Esa realidad existe ya, de manera misteriosamente oculta, en la más modesta de nuestras asambleas litúrgicas, y por eso la asamblea merece tanto honor. Por eso también gracias a la asamblea que la constituye, toda celebración es un sacramento de la presencia del Señor.
Cuando unos cristianos se reúnen para celebrar, se realiza la presencia del Señor. El acto de celebrar en asamblea es por sí mismo realizador de esta presencia. En sí mismo significa eficazmente que el Señor está en medio de los que celebran. «La asamblea litúrgica es a la vez sacramentum, la aparición y la realización de la Iglesia, obedeciendo a las mismas leyes de estructura que ésta y res sacramenti, fuente de gracia, unidad en Cristo», escribe el P. Congar 16. Más todavía: por cuanto la Iglesia es «la asamblea convocada», como gustan llamarla los Padres de la Iglesia, la celebración le permite existir para aquello que es y existe.
En efecto, si la Iglesia es la asamblea convocada por Dios, no existiría como Iglesia si no respondiese a esta convocación congregándose. Ahora bien, «la celebración es el acto que hace existir el obsequio de Dios, el acto que da cuerpo a la iniciativa de Jesucristo» . Toda celebración es, pues, sacramental, ya que es un signo eficaz de la presencia de Dios en su pueblo y de la construcción de su Iglesia en este mundo. El acto de celebrar hace pasar de la vocación a la realización, de la Iglesia convocada a la Iglesia congregada. «En estas comunidades, por pequeñas y pobres que con frecuencia puedan estar o tan dispersas, Cristo está presente en cuya virtud se constituye la Iglesia». Por medio de los signos sensibles: congregación, gestos y ritos, palabras y cantos, se realiza, pues, en toda celebración el misterio de la Alianza entre Dios y su pueblo.
«Sois una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas, sacándole de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2, 9). En todas partes, el cristiano participa en el sacerdocio de Cristo: «De la misma manera que llamamos cristianos a todos los que en el bautismo recibieron la unción mística, así debemos llamar sacerdotes a todos los que son miembros del único Sacerdote» Pero es en la asamblea, en acto de celebración, donde se manifiesta y se realiza en el más alto grado ese carácter sacerdotal de todo el pueblo que se ofrece y da gracias al Padre por Cristo. La celebración constituye la actualización más específica del sacerdocio de los fieles, porque es en la celebración donde mejor se ejercen las funciones sacerdotales del pueblo cristiano. En cuanto al ministerio ordenado, tendrá por misión, dentro de este pueblo, que servirle presidiendo su unidad y su construcción y garantizando la unión de esta parte del pueblo cristiano que es la Iglesia local con la Iglesia universal.
Una vez más nos vemos abocados a la rica desnudez del Nuevo Testamento. Los apóstoles no tenían nada: ni iglesias, ni objetos cultuales, ni vestidos litúrgicos. Pusieron en marcha, no obstante, la actividad celebrante de la Iglesia. Y precisamente porque no tenían nada, realizaron lo esencial y nada más que lo esencial; la liturgia no era, ni podía ser otra cosa que 1á reunión de los discípulos en asambleas celebrantes. Y al hacer, esto, se convirtió en la más bella y más ferviente liturgia que ha conocido la Iglesia.
No debemos soñar y pensar que es posible hoy barrer de un solo golpe veinte siglos de historia y volver a la situación primitiva: a la postre, sería un arcaísmo desfasado. Pero, al menos debemos saber distinguir lo esencial de lo secundario y creer, con la Iglesia apostólica, que la asamblea es la primera realidad constitutiva de una celebración.
“La celebración en la vida cristiana”
Claude Duchesneau. Editorial Marova Año 1981 (Pag. 93-97)
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