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martes, 14 de mayo de 2013

PENTECOSTÉS 2013


           El Espíritu Santo es la presencia permanente de Jesucristo en medio de nosotros. Jesús, el Hijo de Dios, presente fugazmente en la Historia con un cuerpo como el nuestro, se ha quedado con nosotros para siempre y en todo lugar. Pero de otra manera. En Espíritu. Sin carne, sin peso, sin voz que resuene en los oídos. Real y verdaderamente. Pero sólo  para quien está atento a lo interior, a lo inalcanzable para los sentidos, aunque ellos sean las ventanas a través de las que penetra y transforma.

            Como el aire. Lo respiramos insensiblemente, pero llena nuestros pulmones y purifica nuestra sangre. Sin que lo pensemos ni sintamos. Así es el Espíritu Santo, silencioso, escondido, recóndito, respetuoso... Pero sin él no hay vida.

            Como el agua fresca y clara. Que lava y nutre. Hasta constituir, sin que lo parezca, un altísimo porcentaje de nuestra masa corporal. Podríamos vivir mucho tiempo sin comer. Muy poco sin beber. “Quien tenga sed, que venga a mí y beba”, decía Jesús. Lo decía del Espíritu Santo que habrían de recibir quienes creyeran en él. Tierra húmeda, fragancia de vida cristiana. Sin él, no podemos decir que Jesús es el Señor; sin él, no sabemos rezar. Sin él, el Padre nuestro es ruido pero no palabra que llegue al corazón de Dios. Sin él, el cuerpo social se desintegra, como le ocurre al cadáver no alentado por el alma. Sin él, Cristo no es anunciado, el Evangelio deja de ser buena nueva para convertirse sólo en ley inasumible; sin él, la Iglesia  se convierte en estructura pesada e inerte, dejando de ser familia y hogar.

            Como el fuego de aquella zarza que ardía sin consumirse y desde la que Dios habló a Moisés. Así procede el Espíritu, fuego interior que encandila, enardece, purifica e ilumina. Con suavidad y fuerza irresistible. Haciéndose uno con todas las energías humanas que habitan en el interior, eliminando la escoria nutriente de nuestra condición pecadora.

            Como quien despreciara en la vida práctica el aire, el agua o el fuego, así somos muchos llamados cristianos: damos la espalda a las fuentes de la VIDA. Obturamos, con superficialidad y desparramamiento de los sentidos, con inmediatez y egoísmo puro, todas las posibles ventanas por las que el Espíritu penetra en nosotros: la verdad, el amor, la libertad, la esperanza, una cierta y siempre necesaria ascesis, la solidaridad… Con estas ventanas cerradas, nos arrastramos entre nostálgicos y ariscos, desnortados y desnortadores, sin presente y sin futuro. Nos ocurre como a aquellos hombres bienintencionados del Libro de los Hechos: ni siquiera sabemos que el Espíritu Santo existe. Es hora, es momento de pedir el Espíritu Santo y acogerlo. Sin duda, ello conlleva dar la espalda a todo lo que nos impida reconocerlo.

            “Que por mayo era, por mayo/ cuando los enamorados van a servir al amor….” Que este mes de mayo también nosotros salgamos a la búsqueda del Espíritu Santo. El nos conducirá hasta Cristo, él nos enseñará los misterios de Dios, de la vida, del amor.

                                                                                       JOSÉ MARÍA YAGÜE




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