El Espíritu Santo es la presencia permanente de Jesucristo
en medio de nosotros. Jesús, el Hijo de Dios, presente fugazmente en la Historia con un cuerpo
como el nuestro, se ha quedado con nosotros para siempre y en todo lugar. Pero
de otra manera. En Espíritu. Sin carne, sin peso, sin voz que resuene en los
oídos. Real y verdaderamente. Pero sólo
para quien está atento a lo interior, a lo inalcanzable para los
sentidos, aunque ellos sean las ventanas a través de las que penetra y transforma.
Como el
aire. Lo respiramos insensiblemente, pero llena nuestros pulmones y purifica
nuestra sangre. Sin que lo pensemos ni sintamos. Así es el Espíritu Santo,
silencioso, escondido, recóndito, respetuoso... Pero sin él no hay vida.
Como el
agua fresca y clara. Que lava y nutre. Hasta constituir, sin que lo parezca, un
altísimo porcentaje de nuestra masa corporal. Podríamos vivir mucho tiempo sin
comer. Muy poco sin beber. “Quien tenga sed, que venga a mí y beba”, decía
Jesús. Lo decía del Espíritu Santo que habrían de recibir quienes creyeran en
él. Tierra húmeda, fragancia de vida cristiana. Sin él, no podemos decir que
Jesús es el Señor; sin él, no sabemos rezar. Sin él, el Padre nuestro es ruido
pero no palabra que llegue al corazón de Dios. Sin él, el cuerpo social se
desintegra, como le ocurre al cadáver no alentado por el alma. Sin él, Cristo
no es anunciado, el Evangelio deja de ser buena nueva para convertirse sólo en
ley inasumible; sin él, la
Iglesia se convierte
en estructura pesada e inerte, dejando de ser familia y hogar.
Como el
fuego de aquella zarza que ardía sin consumirse y desde la que Dios habló a
Moisés. Así procede el Espíritu, fuego interior que encandila, enardece,
purifica e ilumina. Con suavidad y fuerza irresistible. Haciéndose uno con
todas las energías humanas que habitan en el interior, eliminando la escoria
nutriente de nuestra condición pecadora.
Como quien
despreciara en la vida práctica el aire, el agua o el fuego, así somos muchos
llamados cristianos: damos la espalda a las fuentes de la VIDA. Obturamos ,
con superficialidad y desparramamiento de los sentidos, con inmediatez y
egoísmo puro, todas las posibles ventanas por las que el Espíritu penetra en
nosotros: la verdad, el amor, la libertad, la esperanza, una cierta y siempre
necesaria ascesis, la solidaridad… Con estas ventanas cerradas, nos arrastramos
entre nostálgicos y ariscos, desnortados y desnortadores, sin presente y sin
futuro. Nos ocurre como a aquellos hombres bienintencionados del Libro de los Hechos:
ni siquiera sabemos que el Espíritu Santo existe. Es hora, es momento de pedir
el Espíritu Santo y acogerlo. Sin duda, ello conlleva dar la espalda a todo lo
que nos impida reconocerlo.
“Que por
mayo era, por mayo/ cuando los enamorados van a servir al amor….” Que este mes
de mayo también nosotros salgamos a la búsqueda del Espíritu Santo. El nos
conducirá hasta Cristo, él nos enseñará los misterios de Dios, de la vida, del
amor.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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