El título responde al final del relato evangélico de los
Magos. Encontraron a Cristo en el pesebre, lo adoraron y, avisados por el
ángel, volvieron a sus asuntos por otro camino.
Hemos
celebrado la Navidad. La
crisis económica ha rebajado las ganancias de los mercaderes. Algunos –muchos
todavía- han seguido a lo suyo, como si nada estuviera ocurriendo, y otros
muchos han debido reducir drásticamente su consumo porque no había para más. De vuelta a
la rutina, en la cuesta de enero, ¿todo seguirá lo mismo? ¿o nos animaremos a
volver por otro camino?
Recordemos
una vez más que los cristianos hemos sido convocados para celebrar el Año de la
Fe. Esa fe que damos por supuesta, pero que
ni mucho menos es el presupuesto de una vida común. Nos consideramos creyentes,
pero vivimos como paganos o ateos prácticos.
Nos
aferramos a ritos, en muchos casos vacíos por celebrarse al margen de la vida,
a creencias que no configuran nuestro comportamiento familiar y social, y nos
atenemos a normas externas de conducta que sosiegan –o adormecen- nuestra
conciencia pero sin sacarnos de nuestro egoísmo e insolidaridad. La creatividad
que demanda la nueva situación económica, social, eclesial... brilla por su
ausencia. En realidad, lo que ocurre es que el Espíritu de Jesús no es el que
mueve los hilos de nuestras vidas. Se impone que tomemos en serio el Año de la Fe para volver a lo cotidiano
por otro camino.
¿Será
demasiado arriesgado dibujar ese nuevo itinerario? ¿Nos atreveremos a recorrerlo,
una vez descubierto a la luz de la fe que emana del Pesebre? Ante todo, será
bueno descubrir que no se trata de nada nuevo ni extraordinario. Que todo
consiste en poner los ojos en Jesús, ese niño de Belén que entró a hurtadillas
en la historia. Que siendo muy grande, como Dios, se hizo muy pequeño y muy
vulnerable.
Y que sentó
sus reales entre los pobres de la tierra. Para hacerse solidario de todo
sufrimiento humano, cargar con él, y aliviar a los abatidos por el peso de la
vida: la enfermedad, la pobreza y todos los demonios, interiores y exteriores,
que trabajan para complicarnos la existencia.
Traducido
esto en algo más cercano y comprensible, quiere decir que cada día podemos
pensar un poco más en los otros, en el hermano sin trabajo, el amigo, el
vecino, el emigrante, el mendigo que se sienta en el frío suelo, a la puerta de
la iglesia o en cualquier calle de la ciudad, en el enfermo. Lo que implica que
pensemos menos en nosotros mismos, en nuestro futuro. Y que hagamos menos
cálculos económicos egoístas, para abrirnos a la práctica habitual del
compartir.
No sé si
alguna vez Jesús de Nazaret pensó en arreglar todos los males del mundo y
terminar con los abusos del Emperador de Roma o de los listos de su Pueblo. Me
parece que no. Pero fue abriendo un camino de vida que podían recorrer los
pobres y que –cuando se recorre- hace inviables todas las opresiones y abusos.
También las de nuestros banqueros.
Jose María Yagüe
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