"Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19,9)
El corazón de María es un tesoro inmenso; su boca es su
canal; sin embargo, no se abre con frecuencia: por eso es menester dilatar
nuestro propio ánimo, a fin de recibir con avidez algunas palabras y
considerarlas bien.
En este momento María ruega a su Hijo en cuanto madre. Es
preciso que prestemos atención a esto: desde que María dijo: «He aquí la
esclava del Señor», ya no ora como esclava, sino como madre. Tenemos que
contemplar los ojos de María cuando mira con humilde modestia a su amado Hijo
para hacerle esta petición. Es preciso que consideremos su corazón y sus
sentimientos. En esta circunstancia quiere dos cosas: la manifestación de la
gloria del Hijo, y el bien y el consuelo de los convidados; dos deseos y dos
voluntades dignos del amor perfecto del corazón de María. La caridad perfecta
intenta procurar también los bienes temporales no por lo que son en sí, sino
para el consuelo espiritual de las almas. María es omnipotencia
suplicante: «No tienen vino», dice.
La segunda cosa que debemos observar es ésta: la vida de
María es una vida de silencio. Cuando tenía necesidad de hablar, lo hacía con
el menor número de palabras posible; también con su Hijo hablaba sólo en el
silencio. La conversación de Jesús con María era absolutamente interior: sus
palabras exteriores se pueden contar con los dedos de las manos. Aquí María
está obligada a hablar, y lo hace empleando sólo tres palabras.
En tercer lugar, María demuestra que conoce el gran
mandamiento de nuestro Señor sobre la oración; a saber: que ésta no consiste en
hablar mucho. Indicando lo que era necesario, nos enseña un modo extraordinario
de orar, y Jesús ha visto su deseo en su corazón y en sus ojos. He aquí una
manera más que perfecta de orar: abrir los pliegues del corazón ante nuestro
dulcísimo Maestro y reposar, después, nuestro ánimo en él, abandonándonos a su
gran amor y a su infinita misericordia y esperando, en una contemplación de
amor, el efecto de su ternura con nosotros
F.-M.
Libermann, Commentaire de Saint Jean, Brujas 1958
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