Miedo me da cuando en ciertos protocolos semánticos de la
Iglesia se habla de comunión y se llena la boca con esta palabra tan
bella, tan excelsa, tan llena de sentido, pero tan manoseada. Y me inquieta
cuando se dice que en la Iglesia hay pluralidad cuando en el fondo lo
que hay es fragmentación pura y dura; o mejor, división a la carta, cada vez
más clamorosa. Es triste y duele cómo se acusa de “falta de comunión” a
quien tan solo se atreve a pensar.
El noble ejercicio del pensamiento. “A la cárcel iré; a
dormir será si quiero”, decía Sancho a Don Quijote. Pensar no daña, como
tampoco daña escuchar, dialogar y proponer alternativas. Lo que hace daño
es cuando se quiere imponer la idea personal que no se ha contrastado,
venga de un sitio o de otro. Es soberbia. Y en esto de la comunión andamos
ligeros, muy ligeros, dando carta de naturaleza y concediendo o retirando
patentes de comunión a mansalva con criterios faltos de caridad muchas veces.
No erremos el concepto de comunión y pluralidad; de sana
diversidad. ¿Es una Iglesia plural solo porque permita asistir a sus fieles a
un templo u otro, o porque se celebre la Eucaristía usando cualquiera de las
distintas plegarias eucarísticas? ¿Es pluralidad cuando lo que se deja a elegir
es el movimiento apostólico que mejor se acomode a los gustos de cada cual? ¿Es
pluralidad cuando un joven decide ingresar en una orden o congregación
religiosa u otra? ¿Es pluralidad elegir entre ser del Opus Dei, del Camino Neocatecumenal,
del movimiento focolar o de la Adoración Nocturna, los Tarsicios o la HOAC?
Simplemente, no. Ni mucho menos. Eso no es pluralidad;
eso es el sano ejercicio de la elección del carisma más adecuado para tu
seguimiento del Maestro.
De tanto cerrar el círculo ha nacido una latente división en
la Iglesia que no deja que se piense, que se abran debates, que se dialogue,
que se hagan propuestas, que simplemente se hable. Y eso es preocupante. Hay
una fragmentación auspiciada en muchas ocasiones por quienes han de ser
ministros y servidores de la comunión. Hay quienes se ufanan de tener una
Iglesia en comunión, cuando lo que tienen es una Iglesia en blanco y negro,
en la que la riqueza cromática es borrada por sistema.
La reforma de la Iglesia, como dice el Papa, no puede venir
si antes no hay un ejercicio sano de renovación interior, de acogida, de
escucha, de diálogo y de la posterior tarea que ayude a que la unidad reluzca
en la diversidad. No es una diversidad relativista, sino una unidad en el
amor.
La Iglesia ha caído en la trampa de la fragmentación y es
difícil reconducirla hacia algo que es sumamente necesario, que en lo concreto
esté lo universal. Y no hay nada más que echar un vistazo a las reacciones de
grupos eclesiales en algunos países europeos o americanos; a la sana
crítica que nace de gentes que aman profundamente a la Iglesia.
De Vida Nueva
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