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martes, 8 de enero de 2013

EXPECTATIVAS Y PROPÓSITOS


            Acabamos de estrenar el año y, en estos días, se ha hablado mucho de las expectativas y los propósitos que suelen formularse con el cambio de etapa. Hemos escuchado en los medios algunos de esos propósitos: dejar de fumar, aprender inglés y hacer ejercicio físico para adelgazar o mantenerse en forma. En cuanto a deseos y expectativas, que este año sea el de la salida del túnel de la crisis económica. Nobles y buenos propósitos y expectativas, sin duda. Pero ¿suficientes?

            Es muy posible que los propósitos formulados se extingan ante la primera dificultad. Y que las expectativas tampoco se cumplan. Porque son puramente voluntaristas, porque les falta una motivación de fondo y un programa disciplinado que lleve a conseguir los objetivos.

            Lo más importante, sin duda, son las motivaciones. Instalados en la cotidianeidad, acostumbrados a la rutina, inducidos por la publicidad, narcotizados por las ofertas de nuestra sociedad consumista, las personas y los colectivos carecemos hoy de hondura espiritual. Vivimos desmotivados. Los objetivos son casi siempre de muy corto alcance.

            En política, no se afrontan las reformas necesarias y urgentes conducentes al cambio real para el logro de una sociedad justa e igualitaria. Rechinan los privilegios de los políticos, los mecanismos de la Justicia y los desajustes de la Educación. Pero las reformas serias en estos sectores no quieren afrontarse.

            En la Iglesia, se proclama el Año de la fe y se insta a los sacerdotes a estudiar los grandes documentos del Vaticano II, cuando se están cumpliendo cincuenta años de su celebración. Pero a los curas nos falta garra. Los mayores, muchos, estamos descolocados, desilusionados. Y de los jóvenes, minoría, algunos buscan seguridades en un cierto restauracionismo. Estamos lejos de propiciar un cambio real en la Iglesia.

            Nos sale al paso, enseguida de las celebraciones navideñas, un hecho decisivo en la vida de Jesús. Cuando el pueblo estaba “en expectación”, un predicador austero (Juan Bautista) comienza a anunciar la llegada de Alguien mayor que él. Para recibirlo, predica la necesidad de una radical conversión. Ese Alguien mayor (Jesús) se cuela en la cola de los pecadores para ser bautizado. Desde ahí abajo, inaugura un camino de despojamiento personal que terminará en la Cruz. Camino de solidaridad con los pobres y excluidos (por enfermedades, legalismos, posición social, demonios...).

            De ahí nacerán los cambios. En la raíz hay motivaciones firmes, inconmovibles. En el Bautismo se ha escuchado la voz de Dios: Éste es mi Hijo amado. Basta con tomar esto en serio. Este Hijo es y se hace hermano de todos. Nos hace a todos hijos y hermanos: hay una pertenencia común como miembros de la misma familia. Hemos recibido la misma misión y tenemos también una meta común, la herencia de los hijos de Dios, una Patria verdadera que supera todas las fronteras. No caben particularismos ni privilegios. Si estas convicciones arraigan y nos motivan, podremos hacer propósitos y albergar expectativas de mejorar nuestra sociedad y nuestra Iglesia.

                                                                    José María Yagüe


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