Acabamos de estrenar el año y, en estos días, se ha hablado
mucho de las expectativas y los propósitos que suelen formularse con el cambio
de etapa. Hemos escuchado en los medios algunos de esos propósitos: dejar de
fumar, aprender inglés y hacer ejercicio físico para adelgazar o mantenerse en
forma. En cuanto a deseos y expectativas, que este año sea el de la salida del
túnel de la crisis económica. Nobles y buenos propósitos y expectativas, sin
duda. Pero ¿suficientes?
Es muy
posible que los propósitos formulados se extingan ante la primera dificultad. Y
que las expectativas tampoco se cumplan. Porque son puramente voluntaristas,
porque les falta una motivación de fondo y un programa disciplinado que lleve a
conseguir los objetivos.
Lo más
importante, sin duda, son las motivaciones. Instalados en la cotidianeidad,
acostumbrados a la rutina, inducidos por la publicidad, narcotizados por las
ofertas de nuestra sociedad consumista, las personas y los colectivos carecemos
hoy de hondura espiritual. Vivimos desmotivados. Los objetivos son casi siempre
de muy corto alcance.
En
política, no se afrontan las reformas necesarias y urgentes conducentes al
cambio real para el logro de una sociedad justa e igualitaria. Rechinan los
privilegios de los políticos, los mecanismos de la Justicia y los desajustes
de la Educación. Pero
las reformas serias en estos sectores no quieren afrontarse.
En la Iglesia , se proclama el
Año de la fe y se insta a los sacerdotes a estudiar los grandes documentos del
Vaticano II, cuando se están cumpliendo cincuenta años de su celebración. Pero
a los curas nos falta garra. Los mayores, muchos, estamos descolocados,
desilusionados. Y de los jóvenes, minoría, algunos buscan seguridades en un
cierto restauracionismo. Estamos lejos de propiciar un cambio real en la Iglesia.
Nos sale al
paso, enseguida de las celebraciones navideñas, un hecho decisivo en la vida de
Jesús. Cuando el pueblo estaba “en expectación”, un predicador austero (Juan
Bautista) comienza a anunciar la llegada de Alguien mayor que él. Para
recibirlo, predica la necesidad de una radical conversión. Ese Alguien mayor
(Jesús) se cuela en la cola de los pecadores para ser bautizado. Desde ahí
abajo, inaugura un camino de despojamiento personal que terminará en la Cruz. Camino de solidaridad con
los pobres y excluidos (por enfermedades, legalismos, posición social, demonios...).
De ahí
nacerán los cambios. En la raíz hay motivaciones firmes, inconmovibles. En el
Bautismo se ha escuchado la voz de Dios: Éste es mi Hijo amado. Basta con tomar
esto en serio. Este Hijo es y se hace hermano de todos. Nos hace a todos hijos
y hermanos: hay una pertenencia común como miembros de la misma familia. Hemos
recibido la misma misión y tenemos también una meta común, la herencia de los
hijos de Dios, una Patria verdadera que supera todas las fronteras. No caben
particularismos ni privilegios. Si estas convicciones arraigan y nos motivan,
podremos hacer propósitos y albergar expectativas de mejorar nuestra sociedad y
nuestra Iglesia.
José María Yagüe
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