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jueves, 24 de enero de 2013

3er DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

"Señor, tú tienes palabras de vida eterna"  (Jn 6,68ss)



El anuncio del Mesías va dirigido antes que nada a los afligidos. En primer lugar, dispone a los humildes por estar humillados; después, a los abatidos, a los que tienen roto el corazón por las penas; a continuación, se dirige a las cárceles para gritar a los prisioneros la libertad, para abrir los cepos de los atados. El Mesías no distingue entre culpables e inocentes, sino que proclama en su tiempo una amnistía general, que afecta, naturalmente, a los siervos, a los esclavos vendidos.
A Jesús le correspondió leer un sábado estos versículos de Isaías en la sinagoga. Fue en Nazaret, como nos cuenta el evangelio de Lucas. Leyó ante su gente estos versículos plenos de poder y anunciadores de la llegada de grandes cambios. Cuando acabó la lectura declaró que aquellas palabras de Isaías se habían vuelto urgentes, actuales, a través de él, Jesús. Él era el ungido de Dios, el Mesías venido a cumplir en el presente las profecías pendientes. Los presentes se quedaron estupefactos y, después, reaccionaron con hostilidad, expulsándole. Para ellos, era una blasfemia que un hombre se pudiera declarar mesías. Ahora bien, por encima de esto, estaban espantados por el anuncio de que los versículos de Isaías pudieran cumplirse verdaderamente en su tiempo. Aunque una persona de fe pueda pedir a Dios que venga su Reino y se haga su voluntad, no por ello estará dispuesta a acoger el primero y la segunda. Aquí está el Mesías que consuela a los humildes y a los abatidos y libera a los prisioneros y a los siervos de sus cepos.
Estos versículos de Isaías, como muchos otros, ponen a prueba a las personas de fe: ¿están dispuestas a resistir la venida, el cumplimiento de los tiempos anunciados? Al final, pocos están dispuestos a creer que los versículos de Isaías son actuales. Pocos se comportarían de una manera diferente a los habitantes de Nazaret. Sin embargo, cada generación pasa rozando al Mesías, y corresponde sólo a los creyentes allanar su llegada.
                         (E. de Luca, Ora prima, Magnano 1997, pp. 75-77, passim).

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