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viernes, 14 de diciembre de 2012

UN BELÉN SIN BUEYES NI MULAS





A quienes no creen les ha sorprendido la historia del buey y la mula. Le han dedicado tiempo, tinta y sonrisas. Y hasta se han sentido molestos. Sorpresas te da la vida. Un escribiente, famoso por sus incursiones televisivas, criticó al Papa por poner en duda estos elementos del costumbrismo. A los que creemos, nos da igual.
Hace tiempo que nuestra fe no se sustenta en estos detalles entrañables, pero que poco tienen que ver con la belleza de la fe profesada y vivida como seguimiento del auténtico centro del misterio de Belén: el Dios hecho carne. O como dijera san Agustín, ese Dios que se hace Hijo para que podamos ser hijos de Dios. Algo así, para no cansar con citas.
Y es que entre el ruido y las nueces, la paja y el grano, hay líneas de sombra que se van haciendo muros cuando la ignorancia, atrevida ella, se pone a pontificar. Thomas Mann escribió José y sus hermanos después de leer a Goethe decir que era triste que una historia tan bella como la de José fuera tan breve. Y añadió un escenario genial al patriarca y a la Biblia. La obra, a mi juicio, más importante del escritor bávaro. La verdad literaria no está reñida ni con la verdad teológica ni con la verdad histórica en este caso.
El Papa, en su nuevo libro, aborda cuestiones de índole teológica. No es dogma la compañía de Jesús en el pesebre, ni los pastores que al raso guardaban ovejas, ni los Magos, que desde Oriente ofrecían regalos. Nadie dijo que eran dogmas, pero sí está claro que los muchos personajes que rondaron Belén quedaron atrapados por la hondura del Misterio.
Los pastores salieron de su aprisco y los Magos, desde su lejanía y altura, ya no pudieron volver a su tierra por el mismo camino. Aquel encuentro los transformó. Belén cambió el ritmo de la Historia desde la sencillez. Con pastores o sin ellos; con bueyes o mulas, dromedarios o todo el Arca de Noé, lo importante es el Misterio. Y ese sí que nadie podrá arrebatarlo.
Pero insistimos en estos detalles porque cuando se pierde el sustantivo, crecen los adjetivos, y cuando se pierde lo importante, todo el monte es orégano. Que se lo digan a los fantasiosos autores de novelas esotéricas que encontraron un filón en los evangelios apócrifos que recorrían los caminos del Imperio Romano o las tertulias de los peregrinos a Santiago, a la Florencia de Boccaccio o la Canterbury de Chaucer. Me quedo con Dickens y su Cuento de Navidad.
Y ante tanta zarandaja de bueyes y mulas y la literatura volátil que está arrojando esta opinión del Papa, me quedo con un frío atardecer en la Navidad de 1886, cuando Paul Claudel asistía a las Vísperas en Notre Dame, en París. Allí, de pie, escuchaba la música que llenaba las naves de intensa alegría. En el momento del Magníficat, el agnóstico escritor sintió una sacudida interior de alegría que cambió su vida para siempre: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama! Y las lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción”.
Lo que cuenta no es el medio, sino el fin; no es el instrumento, sino el objetivo. Mirar a Belén es lo que hace falta. De ahí vendrá la alegría que nos arranque la miopía que impide ver lo esencial.

De  Vida Nueva

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