A quienes no creen les ha sorprendido la historia del
buey y la mula. Le han dedicado tiempo, tinta y sonrisas. Y hasta se han
sentido molestos. Sorpresas te da la vida. Un escribiente, famoso por sus
incursiones televisivas, criticó al Papa por poner en duda estos elementos del
costumbrismo. A los que creemos, nos da igual.
Hace tiempo que nuestra fe no se sustenta en estos detalles
entrañables, pero que poco tienen que ver con la belleza de la fe profesada y
vivida como seguimiento del auténtico centro del misterio de Belén: el Dios
hecho carne. O como dijera san Agustín, ese Dios que se hace Hijo para que
podamos ser hijos de Dios. Algo así, para no cansar con citas.
Y es que entre el ruido y las nueces, la paja y el grano, hay
líneas de sombra que se van haciendo muros cuando la ignorancia, atrevida
ella, se pone a pontificar. Thomas Mann escribió José y sus hermanos después
de leer a Goethe decir que era triste que una historia tan bella como la de
José fuera tan breve. Y añadió un escenario genial al patriarca y a la Biblia.
La obra, a mi juicio, más importante del escritor bávaro. La verdad literaria
no está reñida ni con la verdad teológica ni con la verdad histórica en este
caso.
El Papa, en su nuevo libro, aborda cuestiones de índole teológica. No es dogma la
compañía de Jesús en el pesebre, ni los pastores que al raso guardaban ovejas,
ni los Magos, que desde Oriente ofrecían regalos. Nadie dijo que eran
dogmas, pero sí está claro que los muchos personajes que rondaron Belén
quedaron atrapados por la hondura del Misterio.
Los pastores salieron de su aprisco y los Magos, desde su
lejanía y altura, ya no pudieron volver a su tierra por el mismo camino. Aquel
encuentro los transformó. Belén cambió el ritmo de la Historia desde
la sencillez. Con pastores o sin ellos; con bueyes o mulas, dromedarios o todo
el Arca de Noé, lo importante es el Misterio. Y ese sí que nadie podrá
arrebatarlo.
Pero insistimos en estos detalles porque cuando se pierde el
sustantivo, crecen los adjetivos, y cuando se pierde lo importante, todo
el monte es orégano. Que se lo digan a los fantasiosos autores de novelas
esotéricas que encontraron un filón en los evangelios apócrifos que recorrían
los caminos del Imperio Romano o las tertulias de los peregrinos a Santiago, a
la Florencia de Boccaccio o la Canterbury de Chaucer. Me quedo con Dickens y su Cuento
de Navidad.
Y ante tanta zarandaja de bueyes y mulas y la literatura
volátil que está arrojando esta opinión del Papa, me quedo con un frío atardecer
en la Navidad de 1886, cuando Paul Claudel asistía a las Vísperas en Notre
Dame, en París. Allí, de pie, escuchaba la música que llenaba las naves de
intensa alegría. En el momento del Magníficat, el agnóstico escritor sintió una
sacudida interior de alegría que cambió su vida para siempre: “¡Qué feliz
es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está
ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama! Y las
lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del Adeste
aumentaba mi emoción”.
Lo que cuenta no es el medio, sino el fin; no es el
instrumento, sino el objetivo. Mirar a Belén es lo que hace falta. De ahí
vendrá la alegría que nos arranque la miopía que impide ver lo esencial.
De Vida Nueva
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