Después de recibir la llamada de Dios, anunciándole que será
madre del Mesías, María se pone en camino sola. Empieza para ella una vida
nueva, al servicio de su Hijo Jesús. Marcha “aprisa”, con decisión. Siente
necesidad de compartir su alegría con su prima Isabel y de ponerse cuanto antes
a su servicio en los últimos meses de embarazo.
El encuentro de las dos madres es una escena insólita. No
están presentes los varones. Solo dos mujeres sencillas, sin ningún título ni
relevancia en la religión judía. María, que lleva consigo a todas partes a
Jesús, e Isabel que, llena del espíritu profético, se atreve a bendecir a su
prima sin ser sacerdote.
María entra en casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va
directamente a saludar a Isabel. Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo
que aquel saludo llena la casa de una alegría desbordante. Es la alegría que
vive María desde que escuchó el saludo del Ángel: “Alégrate, llena de gracia”.
Isabel no puede contener su sorpresa y su alegría. En cuanto
oye el saludo de María, siente los movimientos de la criatura que lleva en su
seno y los interpreta maternalmente como “saltos de alegría”. Enseguida,
bendice a María “a voz en grito” diciendo: “Bendita tú entre las mujeres y
bendito el fruto de tu vientre”.
En ningún momento llama a María por su nombre. La contempla
totalmente identificada con su misión: es la madre de su Señor. La ve como una
mujer creyente en la que se irán cumpliendo los designios de Dios: “Dichosa
porque has creído”.
Lo que más le sorprende es la actuación de María. No ha
venido a mostrar su dignidad de madre del Mesías. No está allí para ser servida
sino para servir. Isabel no sale de su asombro. “¿Quién soy yo para que me
visite la madre de mi Señor?”
Son bastantes las mujeres que no viven con paz en el
interior de la Iglesia. En algunas crece el desafecto y el malestar. Sufren al ver
que, a pesar de ser las primeras colaboradoras en muchos campos, apenas se
cuenta con ellas para pensar, decidir e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta
situación nos esta haciendo daño a todos.
El peso de una historia multisecular, controlada y dominada
por el varón, nos impide tomar conciencia del empobrecimiento que significa
para la Iglesia prescindir de una presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no
las escuchamos, pero Dios puede suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu
profético, que nos contagien alegría y den a la Iglesia un rostro más humano.
Serán una bendición. Nos enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario