"¡Dichosa tú, que has creído!" (Lc 1,45)
En la narración evangélica relativa a María hemos de señalar
una circunstancia muy importante: ella fue, a buen seguro, iluminada
interiormente por un carisma de luz extraordinario, como su inocencia y su
misión debían asegurarle; en el evangelio se manifiesta la limpidez
cognoscitiva y la intuición profética de las cosas divinas que inundaban su
privilegiada alma. Y, sin embargo, la Señora tuvo fe, la cual supone no la
evidencia directa del conocimiento, sino la aceptación de la verdad a causa de
la palabra reveladora de Dios. «También la Bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe», dice el Concilio (LG 58). Es el evangelio el que
indica su meritorio camino, que nosotros recordaremos y celebraremos con el
único elogio de Isabel, elogio estupendo y revelador de la psicología y de la
virtud de María: « ¡Dichosa tú, que has creído!» (Lc 1,45).
Y podremos encontrar la confirmación de esta virtud fundamental de la Señora en todas las páginas del evangelio donde aparece lo que ella era, o que dijo, lo que hizo, de suerte que nos sintamos obligados a sentarnos en la escuela de su ejemplo y a encontrar en las actitudes que definen la incomparable figura de María ante el misterio de Cristo, que en ella se realiza, las formas típicas para los espíritus que quieren ser religiosos según el plan divino de nuestra salvación; son formas de escucha, de exploración, de aceptación, de sacrificio; y, a continuación, también de meditación, de espera y de interrogación, de posesión interior, de seguridad calma y soberana en el juicio y en la acción, y, por último, de plenitud de oración y de comunión, propias, ciertamente, de aquella alma única llena de gracia y envuelta por el Espíritu Santo, pero formas también de fe, y por eso próximas a nosotros, no sólo admirables por nosotros, sino imitables.
Y podremos encontrar la confirmación de esta virtud fundamental de la Señora en todas las páginas del evangelio donde aparece lo que ella era, o que dijo, lo que hizo, de suerte que nos sintamos obligados a sentarnos en la escuela de su ejemplo y a encontrar en las actitudes que definen la incomparable figura de María ante el misterio de Cristo, que en ella se realiza, las formas típicas para los espíritus que quieren ser religiosos según el plan divino de nuestra salvación; son formas de escucha, de exploración, de aceptación, de sacrificio; y, a continuación, también de meditación, de espera y de interrogación, de posesión interior, de seguridad calma y soberana en el juicio y en la acción, y, por último, de plenitud de oración y de comunión, propias, ciertamente, de aquella alma única llena de gracia y envuelta por el Espíritu Santo, pero formas también de fe, y por eso próximas a nosotros, no sólo admirables por nosotros, sino imitables.
Pablo VI
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