El término
“consolar” suena un tanto cursi, dulzón, feminoide. Se piensa, al escucharla,
en esas palabras inútiles siempre, puramente formalistas a veces, y casi nunca
auténticas que se dirigen a los “dolientes” en los duelos. Sin embargo,
es una muy hermosa palabra. Y más hermoso todavía el “oficio” de consolar.
Porque el ser humano pasa por muchas situaciones de aflicción. ¿Puede haber
algo más necesario y bello que traer paz, consuelo y alegría a quien sufre,
cualquiera que sea el motivo? La dificultad está en hallar las actitudes, las
palabras concretas y la cercanía para aportar bálsamo eficaz a las heridas del
corazón.
Porque hay
actitudes que no sirven para consolar. Por ejemplo, minusvalorar el sufrimiento
del otro, o pretender que uno ya ha pasado por ahí y por cosas peores. No vale
tampoco hablar de un futuro mejor sin motivos reales que lo avalen. De nada
sirven las palabras huecas que se dicen porque “algo hay que decir”. Y, por supuesto, pretender consolar sin
com-padecer, desde la distancia y la indiferencia, se parece más al insulto que al consuelo.
Únicamente
aporta consolación quien es capaz de hacer ver y sentir a quien sufre que
dentro de él mismo existen motivos reales y fuertes que aportan más gozo y
esperanza que el dolor provocado por el trance que se atraviesa. Y únicamente
aporta consolación quien experimenta realmente, sin decirlo, el dolor de aquel
a quien se quiere consolar. Sólo quita sufrimiento quien carga con él. Sólo
alivia a otro quien se implica personalmente
en su dolor. Además, no hay consuelo eficaz si no se pone a la persona
en camino, con sacrificio, hacia nuevas experiencias de plenitud y alegría.
Son muchos
los momentos en los que las personas necesitamos ser consoladas. Eficazmente consoladas.
El mensaje del segundo domingo de Adviento comienza con estas palabras:
“consolad, consolad a mi pueblo”. Este pueblo estaba en el destierro. El profeta que ha de consolar es también un
desterrado. La diferencia estriba en que éste sabe algo más. Tiene la firme
seguridad de que el destierro tiene un final. Que hay esperanza porque Dios
interviene, porque la propia patria no está tan lejos.
¡Cuántos
exilios padecemos los hombres de hoy! Graves son los de quienes se han visto
obligados, forzosamente obligados, a
emigrar para poder comer. Grave exilio el de quienes perdieron su trabajo y,
además de carecer de medios para sobrevivir, se sienten inútiles y onerosos para
la familia y la sociedad. Muy grave exilio el del fracaso de quienes un día inauguraron
una convivencia que se prometía feliz y terminó lejos del un día amado o amada,
lejos también de los hijos.
Pero hay un
destierro que nos afecta a muchos más: vivir lejos de nosotros mismos.
Alienados y deshumanizados. Hombres y mujeres convertidos en productores y
consumidores, patronos y siervos, publicistas de algo en lo que no creen y
seguidores embobados de ideas ajenas o modas efímeras. Sin capacidad de volver
sobre sí mismos y buscar dentro lo que fuera no se encuentra. Que bueno sería si esta próxima Navidad
significase el camino de vuelta al interior, hacia el silencio de Belén y
Nazaret. En la sencilla Verdad del pesebre (austeridad y autenticidad)
encontraremos el consuelo que todos necesitamos.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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