"Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is
9,5)
Explicación de icono:
Para contemplar el misterio de Navidad necesitamos, sobre
todo, simplicidad para asombrarnos ante su mensaje. Capacidad de asombro y
mirada de niño son los medios necesarios para gustar el anuncio lleno de
alegría de esta noche santa. Y esta alegría tiene una motivación clara: el
nacimiento de un niño, Salvador universal, que trae motivos de esperanza para
todos, que son paz, justicia y salvación. Y ¿qué signos cualifican a este niño?
La debilidad, la pobreza, la impotencia y la humildad, cosas que el mundo ha
rechazado siempre y que, por el contrario, ha hecho propias el Hijo de Dios.
Con la venida de Jesús las falsas seguridades de los hombres
han zozobrado, porque Dios ha elegido no a los fuertes ni a los sabios, ni a
los poderosos de este mundo, sino a los débiles, a los pequeños, a los necios,
a los últimos: ha elegido «un niño acostado en un pesebre» (Le
2,7.12.16; cf. 1 Cor 1,27; Mt 11,26), pobre, marginado y desestimado.
Precisamente sobre esta pobreza se despliega el esplendor del mundo del
Espíritu, mientras nosotros estamos complicados en dramas de conciencia, porque
nos tienta seguir principios de fuerza, de poder, de violencia. El niño de
Belén nos dice que el milagro de la paz de la Navidad es posible para aquellos
que acogen sus dones.
A esta luz el acontecimiento de esta noche no es sólo una
fecha para conmemorar, sino evento capaz, también hoy, de contagio y de
transformación. Cuatro son las noches históricas de la humanidad, según una
antigua tradición rabínica: la noche de la creación (Gn 1,3), la de Abraham (Gn
15,1-6), la del Éxodo (Ex 12,1-13) y la de Belén, es decir, esta noche, que es
la más importante, porque el Hijo de Dios ha traído su paz, distinta de la
pax augusta, y es el fundamento de la «civilización del amor»
(Pablo VI). ¿Somos capaces de vivir el misterio?
Te damos gracias, Señor del universo y de los hombres,
porque en Jesús niño, que vino a la tierra portador de tus dones -la paz, la
alegría, la justicia y la salvación-, se ha manifestado tu amor a todos.
Queremos comprender, si bien con la pequeñez de nuestra mente, algo del
misterio del Verbo encarnado, porque con ello se iluminará nuestro misterio
humano.
Para los judíos era absurdo pensar que la Palabra definitiva
de Dios apareciese en la debilidad del hombre Jesús. Para los paganos era
escándalo aceptar la plena humanidad del Hijo de Dios, lugar indigno de la
divinidad.
Nosotros, por el contrario, creemos que la Palabra, en un
momento histórico muy preciso, «se hizo carne» en la fragilidad e
impotencia como toda criatura, naciendo de una mujer, María (cf. 1 Jn 4,2-3), y
creemos que en Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, reside la
revelación definitiva del Padre y el anuncio de la fe que nos salva.
El hombre del tercer milenio tiene necesidad de Jesús,
revelador de tu amor de Padre, para escapar de su individualismo y de su
superficialidad, que lo privan de los verdaderos valores en que se puede
encontrar la esperanza de vivir. Señor, el nacimiento de tu Hijo nos revela que
también nosotros en Jesús hemos sido hechos hijos tuyos y te podemos conocer.
Haz que toda nuestra vida, sobre el modelo de la de Cristo, se vuelva en
actitud de docilidad filial hacia ti y, para ello, en la noche de Navidad nos
ponemos de rodillas, en adoración ante el rostro humano del Jesús-Niño, tu Hijo
unigénito, en el que resplandece e irradia tu rostro invisible de Padre, para
ver nuestro rostro divino.
Pero ¿quién soy yo? ¿Podré decir algo digno de lo que se ve?
Me faltan las palabras: la lengua y la boca no son capaces de describir las
maravillas de esta solemnidad divina. Por eso yo con los coros angélicos grito
y gritaré siempre: «¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los
hombres que gozan de su amor!».
Dios está en la tierra; ¿quién no será celeste? Dios viene a
nosotros, nacido de una Virgen; ¿quién no se hará divino hoy y anhelará la
santidad de la Virgen, y no buscará con celo la sabiduría, para hacerse más
cercano a Dios? Dios está envuelto en pobres pañales; ¿quién no se hará rico de
la divinidad de Dios si acoge algo humilde? Exulto como los pastores y me
sobresalto escuchando estas voces divinas: ansío ir al pesebre que acoge a Dios
y deseo llegar a la celestial gruta: anhelo ver el misterio manifestado en ella
y allí, en presencia del Engendrado, levantar la voz cantando: «¡Gloria a
Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su
amor!»
(Sofronio de Jerusalén)
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