«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28)
Anunciación. Sinaí. Siglo XII |
La Palabra quiere llegar a nuestro corazón proponiéndonos el
tema de la «fidelidad de Dios». Un Dios fiel significa la roca capaz
de dar estabilidad a nuestras vidas, pero también un Dios que nos sorprende:
David debe aceptar que no son sus proyectos sino los de Dios los que deben
conformar su vida. De tal modo, no sólo cambia el arquitecto sino el sentido de
todo nuestro proyecto, porque el plan divino descubre las posibles ambigüedades
de nuestros proyectos humanos. Es un tema al que hoy somos particularmente
sensibles, desde el momento en que experimentamos por una parte nuestra
dificultad en ser fieles, sobre todo durante mucho tiempo; por otra parte, nos
sentimos traicionados por los otros o por las experiencias personales, incluso
hasta por Dios mismo.
«El Señor está contigo»: este saludo del ángel a María
es la expresión del rostro de Dios que hoy se nos ofrece también a nosotros. Él
está con nosotros mucho antes de que nos demos cuenta. Puede comenzar a nacer
una vida nueva tomando en serio estas palabras, pero no se conoce esta
confianza de Dios si en concreto no nos ponemos a caminar con él, como María.
Cada uno de nosotros, a lo largo de su vida, ha
experimentado el fallo de algún proyecto, con frecuencia hasta de programas que
parecían muy buenos, a los que estábamos apegados. A veces el fallo se debe
sobre todo a la propia infidelidad o debilidad en perseguir la finalidad
prefijada. La Palabra de Dios que hoy se nos propone arroja luz sobre estas
experiencias, enseñándonos por una parte a no creernos dueños de nuestra propia
vida, y por otra a vivir también el fallo como posible momento de crecimiento,
diciendo incluso en esas amargas circunstancias un «sí» a ese Dios que no deja
de sernos fiel.
Dios, Padre omnipotente, tú ejecutas tus planes atrayendo a
ti, con la fuerza del amor, al corazón humano. Sabes suscitar siervos tuyos
entre los poderosos como David y entre los humildes como María. Cólmanos
también a nosotros de tu Espíritu, para que aprendamos a acoger tu Palabra. Como
María, haznos capaces de sintonizar nuestros deseos con los tuyos: «Hágase
en mí según tu palabra», no es una frase pronunciada con resignación, sino
que brota espontáneamente de un ánimo profundamente adherido a tu Palabra,
proyectado a nuevos deseos que sólo tú puedes suscitar.
Como María, haznos a nosotros hombres y mujeres
obedientes. Como miembro de tu pueblo, pueblo de la alianza, ella siempre
aprendió que la vida del hombre es válida si está en comunión contigo y, en
cuanto se lo pediste, dio en seguida su "sí". Escúchanos también a
nosotros, miembros de tu pueblo, a no pesar sino estando en comunión contigo, a
darte sin dudar los "síes" que nos pidas.
Como María, haznos siervos tuyos; que éste sea nuestro
título de gloria, como lo fue para Abrahán, Moisés, David, María y todos tus
amigos. La Navidad nos recuerde que éste ha sido el secreto de la vida de tu
Hijo.
La Santísima Virgen María fue la afortunada a quien se hizo
esta divina salutación para concluir el "asunto" más grande e
importante del mundo: la Encarnación del Verbo Eterno, la paz entre Dios y los
hombres y la redención del género humano. Por la salutación angélica, Dios se
hizo hombre, y la Virgen, Madre de Dios; se perdonó el pecado, se nos dio la
gracia. En fin, la salutación angélica es el arco iris, el emblema de la
clemencia y de la gracia que Dios ha hecho al mundo.
La salutación del ángel es uno de los cánticos más hermosos
que podemos dirigir a la gloria del Altísimo. Por eso repetimos esta salutación
para agradecer a la Santísima Trinidad sus múltiples e inestimables beneficios.
Alabamos a Dios Padre, porque tanto amó al mundo, que llegó a darle su único
Hijo para salvarle. Bendecimos al Hijo, porque descendió del cielo a la tierra,
porque se hizo hombre y porque nos ha redimido. Glorificamos al Espíritu Santo
porque formó en el seno de la Virgen Santísima el cuerpo purísimo de Jesús, que
fue la víctima de nuestros pecados.
Con este espíritu de agradecimiento debemos rezar la
salutación angélica, acompañándola de actos de fe, esperanza, caridad y
acciones de gracias por el beneficio de nuestra salvación (Luis María Grignion
de Montfort, El secreto admirable del rosario, Madrid 1954, 335-336).
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