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jueves, 18 de diciembre de 2014

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo»  (Lc 1,28)

Anunciación. Sinaí. Siglo XII


La Palabra quiere llegar a nuestro corazón proponiéndonos el tema de la «fidelidad de Dios». Un Dios fiel significa la roca capaz de dar estabilidad a nuestras vidas, pero también un Dios que nos sorprende: David debe aceptar que no son sus proyectos sino los de Dios los que deben conformar su vida. De tal modo, no sólo cambia el arquitecto sino el sentido de todo nuestro proyecto, porque el plan divino descubre las posibles ambigüedades de nuestros proyectos humanos. Es un tema al que hoy somos particularmente sensibles, desde el momento en que experimentamos por una parte nuestra dificultad en ser fieles, sobre todo durante mucho tiempo; por otra parte, nos sentimos traicionados por los otros o por las experiencias personales, incluso hasta por Dios mismo.
«El Señor está contigo»: este saludo del ángel a María es la expresión del rostro de Dios que hoy se nos ofrece también a nosotros. Él está con nosotros mucho antes de que nos demos cuenta. Puede comenzar a nacer una vida nueva tomando en serio estas palabras, pero no se conoce esta confianza de Dios si en concreto no nos ponemos a caminar con él, como María.
Cada uno de nosotros, a lo largo de su vida, ha experimentado el fallo de algún proyecto, con frecuencia hasta de programas que parecían muy buenos, a los que estábamos apegados. A veces el fallo se debe sobre todo a la propia infidelidad o debilidad en perseguir la finalidad prefijada. La Palabra de Dios que hoy se nos propone arroja luz sobre estas experiencias, enseñándonos por una parte a no creernos dueños de nuestra propia vida, y por otra a vivir también el fallo como posible momento de crecimiento, diciendo incluso en esas amargas circunstancias un «sí» a ese Dios que no deja de sernos fiel.



Dios, Padre omnipotente, tú ejecutas tus planes atrayendo a ti, con la fuerza del amor, al corazón humano. Sabes suscitar siervos tuyos entre los poderosos como David y entre los humildes como María. Cólmanos también a nosotros de tu Espíritu, para que aprendamos a acoger tu Palabra. Como María, haznos capaces de sintonizar nuestros deseos con los tuyos: «Hágase en mí según tu palabra», no es una frase pronunciada con resignación, sino que brota espontáneamente de un ánimo profundamente adherido a tu Palabra, proyectado a nuevos deseos que sólo tú puedes suscitar.
Como María, haznos a nosotros hombres y mujeres obedientes. Como miembro de tu pueblo, pueblo de la alianza, ella siempre aprendió que la vida del hombre es válida si está en comunión contigo y, en cuanto se lo pediste, dio en seguida su "sí". Escúchanos también a nosotros, miembros de tu pueblo, a no pesar sino estando en comunión contigo, a darte sin dudar los "síes" que nos pidas.
Como María, haznos siervos tuyos; que éste sea nuestro título de gloria, como lo fue para Abrahán, Moisés, David, María y todos tus amigos. La Navidad nos recuerde que éste ha sido el secreto de la vida de tu Hijo.




La Santísima Virgen María fue la afortunada a quien se hizo esta divina salutación para concluir el "asunto" más grande e importante del mundo: la Encarnación del Verbo Eterno, la paz entre Dios y los hombres y la redención del género humano. Por la salutación angélica, Dios se hizo hombre, y la Virgen, Madre de Dios; se perdonó el pecado, se nos dio la gracia. En fin, la salutación angélica es el arco iris, el emblema de la clemencia y de la gracia que Dios ha hecho al mundo.
La salutación del ángel es uno de los cánticos más hermosos que podemos dirigir a la gloria del Altísimo. Por eso repetimos esta salutación para agradecer a la Santísima Trinidad sus múltiples e inestimables beneficios. Alabamos a Dios Padre, porque tanto amó al mundo, que llegó a darle su único Hijo para salvarle. Bendecimos al Hijo, porque descendió del cielo a la tierra, porque se hizo hombre y porque nos ha redimido. Glorificamos al Espíritu Santo porque formó en el seno de la Virgen Santísima el cuerpo purísimo de Jesús, que fue la víctima de nuestros pecados.
Con este espíritu de agradecimiento debemos rezar la salutación angélica, acompañándola de actos de fe, esperanza, caridad y acciones de gracias por el beneficio de nuestra salvación (Luis María Grignion de Montfort, El secreto admirable del rosario, Madrid 1954, 335-336).


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