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jueves, 4 de diciembre de 2014

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

"Muéstrame, Señor, tus caminos, instrúyeme en tus sendas"  (Sal 24,4).

Juan Bautista nos señala el camino

Una metáfora domina las lecturas de hoy: es la del "camino". Correlativa a la del camino, aparece la idea de Iglesia como nuestro ser pueblo que se forma poniéndose en camino. Isaías se dirige a un pueblo desconfiado, con necesidad de consuelo y ayuda para ponerse en marcha; necesitamos profetas capaces de hablar al corazón, profetas de confianza, no de desventuras. Ante la devastación de nuestras conciencias, bombardeadas por mensajes negativos y nihilistas, es importante para cada uno de nosotros el aliento que nos llega del mensaje profético.
También las palabras del Bautista apuntan en esta dirección, preparando nuestro corazón a la venida del que bautizará con Espíritu. Ciertamente su figura austera y penitente no deja de ir contra nuestro estilo de vida cuando ya no sentimos necesidad de conversión: una consolación "barata" no nos enriquecería con frutos duraderos.
Es indispensable sobre todo nuestro testimonio inspirado en una fe honda en la salvación que nos ofrece Dios, nuestro querer ser pueblo de Dios atraídos por la promesa del Bautista, para después convencer a los demás de la salvación inminente. Por otra parte, siempre nos acuciará la pregunta de los escépticos: ¿es que vale la pena? La Palabra de Dios nos responde que sí vale la pena. La carta de Pedro nos recuerda que éste es un tiempo lleno de la presencia de Dios y sólo podemos verlo así creyendo de verdad y comprometiéndonos con nuestra existencia: la promesa de «cielos nuevos y tierra nueva» genera en el que cree una vida de auténtica santidad, y ella misma es anuncio y signo tangible de aquel mundo nuevo.


Tú nos hablas, Señor, a través de los profetas totalmente inmersos en las vicisitudes de su pueblo y de su tiempo capaces de estar solos o de ir al desierto a proclamar la Palabra a los que le siguen.
Tú nos hablas, Señor, por los testimonios dispuestos a compartir las angustias de sus hermanos, los temores y dramas de los hombres y llenos de fe para indicar tu presencia activa, tu promesa suscitadora de vida.
Tú nos hablas, Señor, por hombres que saben oponerse valientemente a las modas, costumbres, prejuicios, tópicos de sus contemporáneos y a la vez solidarios en el buscar tu rostro que salva, en el hablar al corazón del que desespera.
Te rogamos mires a tu Iglesia, la Iglesia de nuestros días, a nosotros que somos tu pueblo, constituidos por tu gracia en profetas y testigos de tu verdad: concédenos ser mediadores de tu consuelo en el momento mismo de denunciar las hipocresías propias y ajenas. En el desierto de nuestra sociedad haz resonar tu Palabra, para que también "salgamos", confesando nuestros pecados para ser de nuevo inmersos en la gracia de tu Espíritu.


¡Oh grandeza del amor, por el que amamos a Dios, lo preferimos, nos dirigimos a él, le alcanzamos, lo poseemos! Si me pregunto por tus características, caigo en la cuenta de que eres el camino maestro, que acoge, dirige y guía a la meta; eres el camino del hombre a Dios y el camino de Dios a la humanidad.
¡Oh camino feliz, sólo tú conociste el cambio de grandes bienes, por los que vino nuestra salvación! Tú has conducido a Dios hacia los hombres, tú diriges los hombres hacia Dios. Él descendió por este camino cuando vino a nuestro encuentro; nosotros lo recorremos hacia arriba, cuando vamos hacia él: ni Dios podía venir a nosotros, ni nosotros podíamos ir a él, sino por medio del amor.
No sé cuál sea el mayor elogio que se pueda decir de ti, si afirmar que has hecho bajar a Dios del cielo, o que has elevado al hombre de la tierra al cielo; grande es tu poder, si por tu medio Dios se ha humillado tanto y el hombre ha sido ensalzado tanto.
                                                                                           
                                                                                                    Hugo de San Víctor


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