La llamada al amor es siempre seductora. Seguramente, muchos
acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor
síntesis de la Ley. Pero
lo que no podían imaginar es que un día les hablara de amar a los enemigos.
Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo alguno de la
tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que alimentaban la
oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de odio que se respiraba
en su entorno, proclamó con claridad absoluta su llamada: “Yo, en cambio,
os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y
rezad por los que os calumnian”.
Su lenguaje es escandaloso y sorprendente, pero totalmente
coherente con su experiencia de Dios. El Padre no es violento: ama incluso a
sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en
vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien se sienta hijo de ese
Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción de nadie.
El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria de Jesús,
dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere
introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo porque quiere
eliminar en el mundo el odio y la violencia destructora. Quien se parezca a
Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos incluso de
sus enemigos.
Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pidiendo que
alimentemos en nosotros sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien
nos hace mal. El enemigo sigue siendo alguien del que podemos esperar daño, y
difícilmente pueden cambiar los sentimientos de nuestro corazón.
Amar al enemigo significa, antes que nada, no hacerle mal,
no buscar ni desear hacerle daño. No hemos de extrañarnos si no sentimos amor
alguno hacia él. Es natural que nos sintamos heridos o humillados. Nos hemos de
preocupar cuando seguimos alimentando el odio y la sed de venganza.
Pero no se trata solo de no hacerle mal. Podemos dar más
pasos hasta estar incluso dispuestos a hacerle el bien si lo encontramos
necesitado. No hemos de olvidar que somos más humanos cuando perdonamos que
cuando nos vengamos alegrándonos de su desgracia.
El perdón sincero al enemigo no es fácil. En algunas
circunstancias a la persona se le puede hacer en aquel momento prácticamente
imposible liberarse del rechazo, el odio o la sed de venganza. No hemos de
juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende y perdona de manera incondicional,
incluso cuando no somos capaces de perdonar.
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