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martes, 18 de febrero de 2014

FRENTE A LA LEY DEL TALIÓN, PURA GRATUIDAD

            La Ley del Talión supuso en un momento de la historia un avance frente a la venganza indiscriminada. Por supuesto, hay en el “ojo por ojo” más justicia que en el juramento de Lamec que aparece en el capítulo 4 del libro del Génesis: “yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lamec lo será setenta veces siete”. Entendido ”el ojo por ojo” en su sentido literal, significa no sobrepasarse en la venganza ni tampoco en el castigo impuesto por los jueces por los agravios y delitos. Aún así, nos suena brutal. Si bien la venganza puede responder a un movimiento interior de restablecer la justicia, nunca sirve para apagar la sed de ésta y, por el contrario, termina en resentimiento. No sólo no cura al agresor sino que enferma más y más al agraviado. Por eso, poner en práctica la ley del Talión no rompe la espiral de violencia. Así lo ha dicho con su estilo directo el papa Francisco. Y no dejaría de ser cierto lo atribuido a  A. Einstein que, más o menos, reza así: “si aplicamos la ley del Talión terminaremos todos ciegos”.

            He visto en estos días la excelente película “Luz de domingo” de José Luis Garci. La escena central es una múltiple y dura violación de una mujer ante los ojos del novio en las vísperas de la boda. Una conversación  entre el padre y el ya esposo de la víctima es la clave. El esposo sólo busca  la curación de su esposa. El padre desea la venganza. El espectador se va identificando con el esposo, a quien se califica de santo, que logra la felicidad de su esposa. Lástima de final. Se impone la solución del padre. Magnífico personaje interpretado por Alfredo Landa. Pero, en definitiva, sangre y muerte. ¿A quién beneficia tal salida? ¿A los esposos que han sabido iniciar una vida nueva? ¿Al espectador del drama?  Personalmente hubiese deseado otro final. Y me pregunto si la venganza puede ser la “luz de domingo”.

            Ciertamente, la impunidad no es la solución a los delitos humanos. Y menos aún cuando no media el arrepentimiento del infractor. Es peor todavía cuando el fanatismo lleva a justificar el crimen y a reírse de las víctimas.  La solución evangélica es la única. Devolver bien por mal. Amar a los enemigos. Pero no se puede imponer a nadie. La imposición sería una nueva injusticia. Sólo puede brotar de un corazón que ve desde mucho más arriba. Y que va más lejos. Cuando se vive en la más pura gratuidad produce redención. Es resurrección. Así vivió Jesús su propia muerte y algunos santos después. Él sí es luz de domingo.

            En la Literatura Universal hay dos ejemplos fantásticos. La joven Sonia de Crimen y Castigo que sigue al asesino hasta Siberia por puro amor. O el ladrón Valjean que, ocultado ante la policía su latrocinio por el obispo robado, se convierte en un santo, en la obra de Víctor Hugo Los miserables. Dos obras en las que a la actitud policíaca y judicial, enfermiza y motivada por la búsqueda del éxito profesional, se opone el puro amor como única salida al mal. Sólo por el amor y la gratuidad se ha redimido a los delincuentes. ¿Hay algún otro bien equiparable o más deseable?


                                                                                     JOSÉ MARÍA YAGÜE

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