El lenguaje
más eficaz es casi siempre el de los símbolos y las imágenes. Por eso seducen
las parábolas de Jesús. ¿Cómo hablar del Dios innombrable si no es con
imágenes? ¿Cómo hablar de los sentimientos íntimos si no es con una lágrima o
una flor? Mueve más a la acción un poema de dos hermosos versos que un tratado
de filosofía. Claro que esto es, como
todo lo humano, un arma de dos filos. Se puede seducir muy eficazmente a las
masas con un slogan mentiroso. Por eso, al final sólo las obras valen. Cristo
se llama a sí mismo “luz del mundo”, tras curar al ciego.
“Parte tu
pan con el hambriento. Hospeda al que está sin techo. Viste al que está
desnudo. No te cierres a tu propia carne”. Así lo entendía ya un profeta siglos
antes de Cristo. Y continúa: “cuando partas tu pan con el hambriento y sacies
el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía”. En efecto, “el
justo brilla en las tinieblas como una luz”. Pero, ¿quién es el justo? Por
desgracia, hay que buscarlos con lupa y no precisamente entre los responsables
de establecer justicia y equidad. Ni entre los vociferantes de las calles o de
los medios pidiendo lo imposible cuando, al llegarles su turno, se muestran
absolutamente incapaces de realizar lo posible. El justo
está, sí, en las calles o en las casas, o en los asilos o en los hospitales
pero no gritando sino acompañando, dando de comer, ofreciendo su tiempo o
desviviéndose de muchas maneras para que el pobre y el enfermo no estén solos y
encuentren cariño y comida.
“Vosotros
sois sal de la tierra y luz del mundo”. ¿A quién dice eso Jesús? No a los
sabios, ni a los poderosos, ni a los agitadores de vocación y profesión que
gestionan lo público sin pudor y sin importarles un comino las personas ni las
instituciones que a veces gobiernan. A muchos de ellos les llamó Jesús
hipócritas y sepulcros blanqueados. Sal y luz
para el mundo son, según Jesús, los mansos, los misericordiosos, los que no
tergiversan la realidad para beneficio propio sin importarles la verdad, los
que trabajan por la paz en lugar de crear discordia en cuanto alzan la voz. No
se convierte nadie en sal y luz por imperativos partidistas, ni por consignas
repetidas una y otra vez, ni siquiera por el cumplimiento exacto de normas
éticas o religiosas.
Solamente
se llega a ser sal y luz que da gusto, sabor e inspiración al mundo cuando el
corazón se ha hecho compasivo. Absténganse de opositar a ser luz para los demás
los indiferentes, los arribistas, los codiciosos de dinero, de honores o de
poder, los fantoches que manejan bien la palabra. Esa palabra que siempre suena
altisonante y demagógica. Quien la pronuncia nos considera estúpidos a todos.
¡Cuántas de estas palabras se escuchan a diario en boca de políticos,
tertulianos... salvadas por supuesto algunas honrosas excepciones! Como diría
el papa Francisco, para ser sal y luz, hay que hacerse antes personas-cántaro
que se vacían de sí mismas para saciar la sed de los demás.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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