Además
de ser uno de los textos literariamente más bellos y poéticos de los
Evangelios, el pasaje que leeremos el próximo domingo nos deja varios mensajes
muy claros pero difícilmente asumibles para el hombre contemporáneo. Se
nos dice que no nos agobiemos por la comida y el vestido. Para muchos, los que
no tienen ni trabajo, ni pensiones, ni ingresos estables, la cosa no es tan
fácil. De aire ni se come ni nadie se viste. Entendemos, como creo que Jesús lo
entendería y entiende mucho mejor que nosotros, que los que carecen de techo
propio, de rentas y de medios para
comprar en los supermercados, sobre todo si pesan sobre ellos hipotecas
impagables, que anden no sólo
preocupados sino también agobiados, molestos, irritables y propensos a salir a
la calle a protestar contra la codicia y la corrupción que a ellos les ha
llevado a esa situación.
Pero
Jesús habla de otra cosa. Del afán y la codicia de quienes “banquetean
espléndidamente y visten con lujo, de lino y púrpura” Lc 16, 19). Esto a la vez
que grandes mayorías empobrecen a marchas forzadas, son arrojadas a la trasera
de la sociedad o buscan el modo de entrar, con grave riesgo de su propia vida, en
las sociedades opulentas desde los Continentes del hambre y la miseria. La respuesta de los opulentos (=epulones) es
la pura demagogia verbal, porque no están dispuestos a perder ni el más mínimo
de sus privilegios. Y menos aún un céntimo de sus cuantiosos sueldos, cuando no
de sus negocios fraudulentos o defraudadores. Ahí
estamos muchos. No sólo políticos y jueces. Lo peculiar del Evangelio, de la Buena Noticia de Jesús, es que no
nos invita tanto a mirar con envidia o rencor a los de enfrente, sino a entrar
dentro de nosotros mismos para ver dónde ponemos nuestra seguridad y confianza.
Ahí
precisamente radica la clave de esa maravillosa página que comentamos. Si
confiamos en el dinero y los bienes “propios” serviremos al dinero. En una
escalada que nunca encuentra plena satisfacción. Viviremos para tener,
acaparar, aparentar... Aparentar, eso es lo que significan las frecuentes
alusiones evangélicas al modo de vestir. La sencillez y naturalidad de quien se
interesa por la autenticidad del ser más que por la farsa del “parecer” no
excluye la “elegancia”, que se manifiesta más en el porte que en lo que se
porta. Pero sí excluye el insulto de pasarelas y alfombras rojas con miles de
euros tirados en una noche, no lejos de los andrajosos, o millones
despilfarrados en viajes “exclusivos” para comer en un restaurante de renombre.
¿Cuántos
de los que nos llamamos cristianos confiamos realmente en que Dios vela por
nosotros, nos protege, nos cuida, nos acaricia y nunca nos puede olvidar porque
somos sus hijos? ¿Cuántos buscamos con verdad el Reino de Dios, el de la
justicia, la verdad y la paz, intentando incorporar a los excluidos, como hacía
Jesús con los leprosos, las mujeres doblemente marginadas, los ciegos sentados
al borde del camino...? ¿O también nosotros cultivamos la “mundanidad”, de la que
habla Francisco Papa, olvidándonos de Dios y pasando indiferentes ante la
miseria humana? Sobra derroche, afán y estrés. Falta confianza, solidaridad y paz interior. ¿No os parece?
JOSÉ
MARÍA YAGÜE
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