"Encomienda al Señor tu camino, confía en él, que él actuará" (Sal 37,5ss).
Para las personas que buscan el sentido que anime su vida,
la Palabra de Jesús abre perspectivas siempre inéditas, añade colores
sorprendentes e impensables y proporciona el deseo de un proyecto de vida
radicalmente diferente del que pueden ofrecer las realidades del «mundo». Una
vez degustado el «sabor» nuevo de una existencia iluminada por Cristo, no hay
más posibilidad para aquello que a menudo, y de modo mediocre, satisface
fugazmente nuestros deseos de felicidad, dejándonos insatisfechos y
decepcionados. Cuando permitimos que se avive el anhelo de una vida plena y
«en abundancia» (cf. Jn 10,10), que dé sentido auténtico a nuestro ser y a
nuestro obrar, permitimos que una fuerza, la del Espíritu, que trasciende
nuestra valía, se manifieste al mundo a través de
nosotros. «Sal» y «luz», tesoro valioso que llevamos en
vasijas de barro, son dones no para retenerlos, sino para verterlos en los
lugares donde se ha perdido el gusto y la esperanza de una vida digna de ser
vivida o cuando alguien ha apagado la confianza.
Ninguna ritualidad exterior puede reemplazar las implicaciones
más que comprometedoras descritas por Isaías: los gestos de compartir, la
opción en favor de quienes sufren la privación injusta y forzada de aquellos
bienes necesarios para vivir y que hacen visible y creíble la fe. La misión, y
con ella el discípulo del Evangelio, conoce los tiempos del mensaje gritado
desde las azoteas y la difusión de la Palabra escandalosa de la cruz hasta los
confines del mundo, y también sabe reconocer los momentos silenciosos.
discretos, extraordinariamente potentes de una caridad solidaria, de la que
hablan las «buenas obras» que dan gloria al Padre, que está en los
cielos. La comunidad cristiana no vive separada del mundo, sino inmersa en los
acontecimientos de su tiempo, en los que está llamada a obrar: como la sal, que
en sí no es ninguna comida y sólo unida, mezclada, deshecha en los alimentos,
puede desarrollar su cometido; de la misma forma, la Palabra que el creyente
anuncia tiene que penetrar y vivificar desde dentro los ambientes en los que es
sembrada. Es un quehacer fiel y constante que debe hacerse presente en un
testimonio de vida sencillo y sobrio, a veces trémulo y «débil», pero revestido
de la fuerza de Dios, quien asegura su validez y eficacia.
Y lo que le sucede a la Iglesia nos sucede también a cada
uno de nosotros en particular. Sus peligros son nuestros peligros. Sus combates
son nuestros combates. Si la Iglesia fuera en cada uno de nosotros más fiel a
su misión, ella sería, sin duda ninguna, lo mismo que su mismo Señor, mucho más
amada y mucho más escuchada; pero también, sin duda alguna, sería, como él, más
despreciada y más perseguida: «Yo les he dado Tu Palabra y el mundo los
aborreció» (Jn 17,14; cf. 15,10-21). Si los corazones se
manifestaran más claramente, el escándalo sería mucho más evidente, y este
escándalo supondría un nuevo impulso para el cristianismo, porque «adquiere un
poder mayor cuando es aborrecido por el mundo» (san Ignacio de
Antioquía, Ad Romanos III, 3). El que el anticlericalismo esté «en
baja», cosa de la que solemos felicitarnos, puede no ser siempre una señal
feliz. Es verdad que este fenómeno puede ser debido a un cambio en la situación
objetiva o a un mejoramiento tanto de una parte como de la otra, pero también
podría significar que aquellos por quienes se conoce a la Iglesia, aun
proponiendo todavía al mundo algunos valores dignos de estimación, se hubiesen
acomodado a él, a sus ideales, a sus cláusulas y a sus costumbres. En ese caso,
dejarían de ser embarazosos. Que la sal se puede desazonar es cosa que nos
repite el Evangelio. Y si vivimos -me refiero a la mayor parte de los hombres-
relativamente tranquilos en medio del mundo, esto quizá sea debido a que somos
tibios
H. de Lubac, Meditación sobre la iglesia
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