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jueves, 6 de febrero de 2014

5º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

"Encomienda al Señor tu camino, confía en él, que él actuará"  (Sal 37,5ss).



Para las personas que buscan el sentido que anime su vida, la Palabra de Jesús abre perspectivas siempre inéditas, añade colores sorprendentes e impensables y proporciona el deseo de un proyecto de vida radicalmente diferente del que pueden ofrecer las realidades del «mundo». Una vez degustado el «sabor» nuevo de una existencia iluminada por Cristo, no hay más posibilidad para aquello que a menudo, y de modo mediocre, satisface fugazmente nuestros deseos de felicidad, dejándonos insatisfechos y decepcionados. Cuando permitimos que se avive el anhelo de una vida plena y «en abundancia» (cf. Jn 10,10), que dé sentido auténtico a nuestro ser y a nuestro obrar, permitimos que una fuerza, la del Espíritu, que trasciende nuestra valía, se manifieste al mundo a través de nosotros. «Sal» y «luz», tesoro valioso que llevamos en vasijas de barro, son dones no para retenerlos, sino para verterlos en los lugares donde se ha perdido el gusto y la esperanza de una vida digna de ser vivida o cuando alguien ha apagado la confianza.
Ninguna ritualidad exterior puede reemplazar las implicaciones más que comprometedoras descritas por Isaías: los gestos de compartir, la opción en favor de quienes sufren la privación injusta y forzada de aquellos bienes necesarios para vivir y que hacen visible y creíble la fe. La misión, y con ella el discípulo del Evangelio, conoce los tiempos del mensaje gritado desde las azoteas y la difusión de la Palabra escandalosa de la cruz hasta los confines del mundo, y también sabe reconocer los momentos silenciosos. discretos, extraordinariamente potentes de una caridad solidaria, de la que hablan las «buenas obras» que dan gloria al Padre, que está en los cielos. La comunidad cristiana no vive separada del mundo, sino inmersa en los acontecimientos de su tiempo, en los que está llamada a obrar: como la sal, que en sí no es ninguna comida y sólo unida, mezclada, deshecha en los alimentos, puede desarrollar su cometido; de la misma forma, la Palabra que el creyente anuncia tiene que penetrar y vivificar desde dentro los ambientes en los que es sembrada. Es un quehacer fiel y constante que debe hacerse presente en un testimonio de vida sencillo y sobrio, a veces trémulo y «débil», pero revestido de la fuerza de Dios, quien asegura su validez y eficacia.




Y lo que le sucede a la Iglesia nos sucede también a cada uno de nosotros en particular. Sus peligros son nuestros peligros. Sus combates son nuestros combates. Si la Iglesia fuera en cada uno de nosotros más fiel a su misión, ella sería, sin duda ninguna, lo mismo que su mismo Señor, mucho más amada y mucho más escuchada; pero también, sin duda alguna, sería, como él, más despreciada y más perseguida: «Yo les he dado Tu Palabra y el mundo los aborreció» (Jn 17,14; cf. 15,10-21). Si los corazones se manifestaran más claramente, el escándalo sería mucho más evidente, y este escándalo supondría un nuevo impulso para el cristianismo, porque «adquiere un poder mayor cuando es aborrecido por el mundo» (san Ignacio de Antioquía, Ad Romanos III, 3). El que el anticlericalismo esté «en baja», cosa de la que solemos felicitarnos, puede no ser siempre una señal feliz. Es verdad que este fenómeno puede ser debido a un cambio en la situación objetiva o a un mejoramiento tanto de una parte como de la otra, pero también podría significar que aquellos por quienes se conoce a la Iglesia, aun proponiendo todavía al mundo algunos valores dignos de estimación, se hubiesen acomodado a él, a sus ideales, a sus cláusulas y a sus costumbres. En ese caso, dejarían de ser embarazosos. Que la sal se puede desazonar es cosa que nos repite el Evangelio. Y si vivimos -me refiero a la mayor parte de los hombres- relativamente tranquilos en medio del mundo, esto quizá sea debido a que somos tibios 
                                                                     H. de Lubac, Meditación sobre la iglesia


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