Los judíos hablaban con orgullo de la Ley de Moisés. Según la
tradición, Dios mismo la había regalado a su pueblo. Era lo mejor que habían
recibido de él. En esa Ley se encierra la voluntad del único Dios verdadero.
Ahí pueden encontrar todo lo que necesitan para ser fieles a Dios.
También para Jesús la
Ley es importante, pero ya no ocupa el lugar central. Él vive
y comunica otra experiencia: está llegando el reino de Dios; el Padre está
buscando abrirse camino entre nosotros para hacer un mundo más humano. No basta
quedarnos con cumplir la Ley
de Moisés. Es necesario abrirnos al Padre y colaborar con él en hacer una vida
más justa y fraterna.
Por eso, según Jesús, no basta cumplir la ley que ordena “No
matarás”. Es necesario, además, arrancar de nuestra vida la agresividad, el
desprecio al otro, los insultos o las venganzas. Aquel que no mata, cumple la
ley, pero si no se libera de la violencia, en su corazón no reina todavía ese
Dios que busca construir con nosotros una vida más humana.
Según algunos observadores, se está extendiendo en la
sociedad actual un lenguaje que refleja el crecimiento de la agresividad. Cada
vez son más frecuentes los insultos ofensivos proferidos solo para humillar,
despreciar y herir. Palabras nacidas del rechazo, el resentimiento, el odio o
la venganza.
Por otra parte, las conversaciones están a menudo tejidas de
palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas
sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño. Palabras
nacidas casi siempre de la irritación, la mezquindad o la bajeza.
No es este un hecho que se da solo en la convivencia social.
Es también un grave problema en la
Iglesia actual. El Papa Francisco sufre al ver divisiones,
conflictos y enfrentamientos de “cristianos en guerra contra otros cristianos”.
Es un estado de cosas tan contrario al Evangelio que ha sentido la necesidad de
dirigirnos una llamada urgente: “No a la guerra entre nosotros”.
Así habla el Papa: “Me duele comprobar cómo en algunas
comunidades cristianas, y aún entre personas consagradas, consentimos diversas
formas de odios, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer
las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen
una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?”.
El Papa quiere trabajar por una Iglesia en la que “todos puedan admirar cómo os
cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis”.
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