Pequeña parábola del joven descalzo
Ocurrió
hace dos días. Seis y media de la mañana. Luminoso ya en la selva amazónica, en la que el sol ya brilla a cierta altura y los pájaros nos
despertaron hace un buen rato.
Voy
caminando desde mi residencia hacia la capilla del Seminario, a unos doscientos
metros, para nuestros rezos mañaneros de
sábado. Debo pasar por delante del Convento de los PP. Dominicos. Enseguida me
encuentro con un joven, quizá no ha llegado a los 20 años, serio y con vestidura
normal sin nada que me llame la atención. Miro hacia atrás y veo que él me
observa. No llama a la puerta del Convento. Sospecho. Las condenadas sospechas.
Le
pregunto qué busca (o qué desea, no recuerdo la palabra usada) y no me
contesta. Se dirige hacia su derecha y le aviso de que por ahí ya no hay nada,
ni siquiera salida, porque enseguida está el río Madre de Dios. Cambia de
rumbo, ahora a su izquierda y le tengo
que decir lo mismo. No hay salida ni nadie que lo atienda.
Se
da la vuelta y me sigue. A pocos metros está el desvío al Seminario. Veo que me
sigue. De nuevo le pregunto qué busca e insisto en que por aquí no hay ninguna
salida a la ciudad. De nuevo el silencio por respuesta y se va alejando. Al
ampliarse el campo de visión veo que camina descalzo. Le dejo marchar por el
mismo camino que ha traído.
Ni
más ni menos. Pero una cierta y honda insatisfacción me invade y entristece. Un
joven descalzo, sin rumbo fijo se acerca a la iglesia. No sabe o no quiere
decir lo que busca, necesita o desea. Quizá sólo un par de sandalias para
caminar mejor.
Mis
sospechas me bloquearon. ¿No podía haber entablado con él una conversación?
Quizá también porque iba a cumplir con mi tiempo de oración. Quizá si le
hubiese ofrecido unas ojotas (tipo de sandalia de la zona, con tiras de jebe
como las llantas de los coches) o le hubiese preguntado con más confianza y
cariño… Otra oportunidad perdida. Una de las muchas, me parece, que perdemos
con jóvenes que por distintos motivos, circunstancias y actitudes se presentan
cada día ante nuestros ojos.
Me
pregunto si esto me ocurre solamente a mí o es un mal endémico de nuestra
envejecida Iglesia. El papa Francisco nos está invitando, sobre todo con su
ejemplo, a una relación más distendida, cercana y confiada con los jóvenes.
¿Sabremos aprender?
Todo
ello iría más en consonancia con la búsqueda de la moneda perdida o de la oveja
que busca el pastor, o la espera por parte del Padre que un día perdió al hijo
y que sale corriendo tras de él cuando lo atisba en el horizonte. Con todo eso
de lo que nos habla el evangelio del próximo domingo.
Saludos
afectuosos desde Puerto Maldonado.
JOSÉ MARÍA YAGÜE CUADRADO
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