"Los bienes creados deben llegar a todos en forma
equitativa bajo la égida de la justicia"
(Gaudium et spes, 69)
«Ningún criado puede servir a dos amos…, no podéis servir a
Dios y al dinero». Se trata de una declaración muy fuerte e incisiva, que
pone claramente de manifiesto lo que está en juego. Es preciso saber elegir con
precisión entre Dios y el dinero, o sea, entre el Dios del amor y el dios del
dinero. El evangelio no subraya la falta de honestidad del administrador, sino
la astucia de la que hace gala en la preparación de su futuro.
El Señor nos invita a preparar nuestro futuro y a darle
cuentas de su gestión con la entrega de nuestros bienes a los pobres mediante
un reparto que sea justo. La riqueza no es algo maldito en sí misma, sino un
servicio y un don a los hermanos que el Señor nos da, una voluntad de compartir
con ellos. Ahora bien, la riqueza puede ser asimismo un riesgo permanente. Una
vez que la sed de riquezas se apodera de nosotros, ya no nos suelta. Tiende a
someternos y a hacerse con todo nuestro interés. De este modo, poco a poco,
Dios acaba por convertirse en algo secundario o, peor aún, acaba por
convertirse en un adversario peligroso que es preciso eliminar absolutamente de
nuestra propia vida. Por el contrario, cuanto más se convierte Dios
en nuestro único amor, en el único sol de nuestra vida, en el todo de nuestro
corazón, tanto más se debilita el amor a la riqueza, hasta desaparecer por
completo, como en san Francisco de Asís, para quien Dios se convirtió en el
único tesoro para compartir con los hermanos. O -como él mismo decía- en su
«caja de caudales celestial».
El Señor nos invita en la liturgia de hoy a practicar un
discernimiento de lo que es esencial, de modo que nos desprendamos del dinero o
-mejor- separemos el dinero de nosotros mismos para compartirlo como puro don
de amor. En realidad, el problema principal no es apartar el dinero de
nosotros, sino convertirlo en un valor para el Reino. Se trata de introducir el
dinero en la corriente justa a través de la cual se abre la gracia de Dios un
camino hasta nuestro corazón. Precisamente al lugar donde el amor de Dios impregna
todo lo que constituye nuestra persona y donde, poco a poco, el amor lo invade
todo hasta brillar como fuego incandescente de amor. Entonces tiene lugar el
milagro: el dinero queda invertido en el Reino de Dios. Ya no hay «riqueza
inicua». Ahora, a través del amor a los necesitados, fructificará al
ciento por uno.
Esa es la razón de que Pablo insista tanto en la necesidad
de la oración: «Deseo, pues, que los hombres oren en todo lugar,
levantando las manos limpias de ira y altercados» (1 Tim 2,8). La pureza
del corazón, desprendido de todo y orientado a Dios, es necesaria para que
nuestra oración sea luz en un mundo plagado de injusticias, en donde el dinero
se convierte con frecuencia en una trampa oscura para los hermanos.
Te alabamos y te bendecimos, Señor Jesús, por tu inmenso
amor. Te pedimos la gracia de conocerte cada día más íntimamente, a fin de
amarte con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra vida.
Sí Jesús, tu amor nos abraza, nos rodea: somos en ti y podemos contemplar en
todos los hombres tu amor, que se entrega. Cada hombre y cada mujer están
envueltos por tu mismo fuego de amor. También lo están nuestros pecados, todas
las situaciones que encontramos, la pobreza y la miseria que descubrimos cada
día a nuestro alrededor.
Haznos crecer, Jesús, en este amor tuyo. Concédenos la
gracia de llegar a un conocimiento cada vez más profundo e íntimo de ti, oh
Señor, que te has hecho hombre por nosotros, para amarnos cada vez con mayor
intensidad y enseñarnos a amar con tu mismo amor. Imploramos esta gracia del
Padre a través de ti, Jesús, que vives y reinas con él en la unidad del
Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
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