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jueves, 19 de septiembre de 2013

DOMINGO 25 DEL TIEMPO ORDINARIO

"Los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia"
 (Gaudium et spes, 69)





«Ningún criado puede servir a dos amos…, no podéis servir a Dios y al dinero». Se trata de una declaración muy fuerte e incisiva, que pone claramente de manifiesto lo que está en juego. Es preciso saber elegir con precisión entre Dios y el dinero, o sea, entre el Dios del amor y el dios del dinero. El evangelio no subraya la falta de honestidad del administrador, sino la astucia de la que hace gala en la preparación de su futuro.
El Señor nos invita a preparar nuestro futuro y a darle cuentas de su gestión con la entrega de nuestros bienes a los pobres mediante un reparto que sea justo. La riqueza no es algo maldito en sí misma, sino un servicio y un don a los hermanos que el Señor nos da, una voluntad de compartir con ellos. Ahora bien, la riqueza puede ser asimismo un riesgo permanente. Una vez que la sed de riquezas se apodera de nosotros, ya no nos suelta. Tiende a someternos y a hacerse con todo nuestro interés. De este modo, poco a poco, Dios acaba por convertirse en algo secundario o, peor aún, acaba por convertirse en un adversario peligroso que es preciso eliminar absolutamente de nuestra propia vida. Por el contrario, cuanto más se convierte Dios en nuestro único amor, en el único sol de nuestra vida, en el todo de nuestro corazón, tanto más se debilita el amor a la riqueza, hasta desaparecer por completo, como en san Francisco de Asís, para quien Dios se convirtió en el único tesoro para compartir con los hermanos. O -como él mismo decía- en su «caja de caudales celestial».
El Señor nos invita en la liturgia de hoy a practicar un discernimiento de lo que es esencial, de modo que nos desprendamos del dinero o -mejor- separemos el dinero de nosotros mismos para compartirlo como puro don de amor. En realidad, el problema principal no es apartar el dinero de nosotros, sino convertirlo en un valor para el Reino. Se trata de introducir el dinero en la corriente justa a través de la cual se abre la gracia de Dios un camino hasta nuestro corazón. Precisamente al lugar donde el amor de Dios impregna todo lo que constituye nuestra persona y donde, poco a poco, el amor lo invade todo hasta brillar como fuego incandescente de amor. Entonces tiene lugar el milagro: el dinero queda invertido en el Reino de Dios. Ya no hay «riqueza inicua». Ahora, a través del amor a los necesitados, fructificará al ciento por uno.
Esa es la razón de que Pablo insista tanto en la necesidad de la oración: «Deseo, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando las manos limpias de ira y altercados» (1 Tim 2,8). La pureza del corazón, desprendido de todo y orientado a Dios, es necesaria para que nuestra oración sea luz en un mundo plagado de injusticias, en donde el dinero se convierte con frecuencia en una trampa oscura para los hermanos.


Te alabamos y te bendecimos, Señor Jesús, por tu inmenso amor. Te pedimos la gracia de conocerte cada día más íntimamente, a fin de amarte con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra vida. Sí Jesús, tu amor nos abraza, nos rodea: somos en ti y podemos contemplar en todos los hombres tu amor, que se entrega. Cada hombre y cada mujer están envueltos por tu mismo fuego de amor. También lo están nuestros pecados, todas las situaciones que encontramos, la pobreza y la miseria que descubrimos cada día a nuestro alrededor.

Haznos crecer, Jesús, en este amor tuyo. Concédenos la gracia de llegar a un conocimiento cada vez más profundo e íntimo de ti, oh Señor, que te has hecho hombre por nosotros, para amarnos cada vez con mayor intensidad y enseñarnos a amar con tu mismo amor. Imploramos esta gracia del Padre a través de ti, Jesús, que vives y reinas con él en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

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