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jueves, 26 de septiembre de 2013

DOMINGO 26 DEL TIEMPO ORDINARIO

"El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos"  (Sal 145,7)




La parábola del hombre rico y de Lázaro es de una notable sencillez: Dios nos sitúa ante el juicio que emite sobre cada uno de nosotros y ante la conversión que se nos pide. El rico epulón descubre, por desgracia demasiado tarde, quién es verdaderamente el Señor. Llegado aquí, no tiene otro remedio que pedirle que Lázaro vaya a advertir a sus hermanos para que cambien de vida y no tengan que caer en el lugar de tormento en el que él se encuentra. Pero Abrahán le responde: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco harán caso aunque resucite un muerto» (Lc 16,31).
El problema que nos presenta el evangelio es, precisamente, el de comprender que la conversión requiere la escucha de la Palabra de Dios. Para convertirnos es absolutamente necesario que escuchemos con atención la Palabra de Dios. Es preciso que permitamos a la Palabra bajar a nuestro corazón. Ahora bien, para que podamos recibirla de manera fructuosa, es menester abrirle nuestro corazón, a fin de permitirle penetrar hasta el fondo.
La conversión es siempre un problema de corazón, o sea, un problema de interioridad, de abandono fundamental de todo, con la intención de dejar que Dios disponga de toda nuestra vida. Podemos decir también que la conversión significa aflojar los dedos, aferrados a algo de una manera espasmódica, para caer por completo en las manos de Dios (Mt 6,25ss), o sea, para depender únicamente de él.
El verdadero pobre, cuando es tal, está totalmente suspendido del amor de Dios. Se muestra en todo libre y disponible a su amor. El rico, en cambio, se endurece cada vez más en este mundo. Justamente por eso no le resulta fácil comprender a los pobres, porque no capta el valor de la vida humana y, por consiguiente, tampoco el de la conversión. El testimonio que debemos dar de nuestra fe es, precisamente, la conversión, que compromete de una manera incondicionada toda la existencia como un todo, incluida una confianza total en la gracia de Dios. Ahora bien, ese testimonio exige una larga lucha. Significa confiarse sin vacilaciones a Dios, que nos ha escogido desde la eternidad. No es nunca conquista nuestra, sino un deber de amor al que sólo se puede responder con amor.
No se va al cielo «tumbado en cómodos divanes». No es posible vivir sin preocuparnos del pueblo que está seriamente amenazado. «Se acabará la orgía de los disolutos». Es preciso «ir al exilio a la cabeza de los deportados». El rico epulón no fue condenado simplemente por su riqueza, sino porque no fue capaz de ofrecer su ayuda al pobre, que carecía de todo y, enfermo, se estaba muriendo al lado de su puerta. El pecado es la riqueza que permite que los pobres mueran junto a su propia puerta; es la falta de solidaridad que separa a los hombres.



Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo diste, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.  (San Ignacio de Loyola).


Vídeo de la semana:
http://www.youtube.com/watch?v=NPSIHVLUKYk

Lecturas del día:
http://www.servicioskoinonia.org/biblico/calendario/texto.php?codigo=20130929&cicloactivo=2013&cepif=0&cascen=0&ccorpus=0


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