"El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos" (Sal 145,7)
Vídeo de la semana:
http://www.youtube.com/watch?v=NPSIHVLUKYk
Lecturas del día:
http://www.servicioskoinonia.org/biblico/calendario/texto.php?codigo=20130929&cicloactivo=2013&cepif=0&cascen=0&ccorpus=0
La parábola del hombre rico y de Lázaro es de una notable
sencillez: Dios nos sitúa ante el juicio que emite sobre cada uno de nosotros y
ante la conversión que se nos pide. El rico epulón descubre, por desgracia
demasiado tarde, quién es verdaderamente el Señor. Llegado aquí, no tiene otro
remedio que pedirle que Lázaro vaya a advertir a sus hermanos para que cambien
de vida y no tengan que caer en el lugar de tormento en el que él se encuentra.
Pero Abrahán le responde: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas,
tampoco harán caso aunque resucite un muerto» (Lc 16,31).
El problema que nos presenta el evangelio es, precisamente,
el de comprender que la conversión requiere la escucha de la Palabra de Dios.
Para convertirnos es absolutamente necesario que escuchemos con atención la
Palabra de Dios. Es preciso que permitamos a la Palabra bajar a nuestro
corazón. Ahora bien, para que podamos recibirla de manera fructuosa, es
menester abrirle nuestro corazón, a fin de permitirle penetrar hasta el fondo.
La conversión es siempre un problema de corazón, o sea, un
problema de interioridad, de abandono fundamental de todo, con la intención de
dejar que Dios disponga de toda nuestra vida. Podemos decir también que la
conversión significa aflojar los dedos, aferrados a algo de una manera
espasmódica, para caer por completo en las manos de Dios (Mt 6,25ss), o sea,
para depender únicamente de él.
El verdadero pobre, cuando es tal, está totalmente
suspendido del amor de Dios. Se muestra en todo libre y disponible a su amor.
El rico, en cambio, se endurece cada vez más en este mundo. Justamente por eso
no le resulta fácil comprender a los pobres, porque no capta el valor de la
vida humana y, por consiguiente, tampoco el de la conversión. El testimonio que
debemos dar de nuestra fe es, precisamente, la conversión, que compromete de
una manera incondicionada toda la existencia como un todo, incluida una
confianza total en la gracia de Dios. Ahora bien, ese testimonio exige una
larga lucha. Significa confiarse sin vacilaciones a Dios, que nos ha escogido
desde la eternidad. No es nunca conquista nuestra, sino un deber de amor al que
sólo se puede responder con amor.
No se va al cielo «tumbado en cómodos divanes». No es
posible vivir sin preocuparnos del pueblo que está seriamente amenazado. «Se
acabará la orgía de los disolutos». Es preciso «ir al exilio a la
cabeza de los deportados». El rico epulón no fue condenado simplemente por
su riqueza, sino porque no fue capaz de ofrecer su ayuda al pobre, que carecía
de todo y, enfermo, se estaba muriendo al lado de su puerta. El pecado es la
riqueza que permite que los pobres mueran junto a su propia puerta; es la falta
de solidaridad que separa a los hombres.
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo diste, a
Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme
vuestro amor y gracia, que ésta me basta. (San Ignacio de Loyola).
http://www.youtube.com/watch?v=NPSIHVLUKYk
Lecturas del día:
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