Según Lucas, cuando Jesús gritó “no podéis servir a Dios y
al dinero”, algunos fariseos que le estaban oyendo y eran amigos del dinero “se
reían de él”. Jesús no se echa atrás. Al poco tiempo, narra una parábola
desgarradora para que los que viven esclavos de la riqueza abran los ojos.
Jesús describe en pocas palabras una situación sangrante. Un
hombre rico y un mendigo pobre que viven próximos el uno del otro, están
separados por el abismo que hay entre la vida de opulencia insultante del rico
y la miseria extrema del pobre.
El relato describe a los dos personajes destacando
fuertemente el contraste entre ambos. El rico va vestido de púrpura y de lino
finísimo, el cuerpo del pobre está cubierto de llagas. El rico banquetea
espléndidamente no solo los días de fiesta sino a diario, el pobre está tirado
en su portal, sin poder llevarse a la boca lo que cae de la mesa del rico. Sólo
se acercan a lamer sus llagas los perros que vienen a buscar algo en la basura.
No se habla en ningún momento de que el rico ha explotado al
pobre o que lo ha maltratado o despreciado. Se diría que no ha hecho nada malo.
Sin embargo, su vida entera es inhumana, pues solo vive para su propio
bienestar. Su corazón es de piedra. Ignora totalmente al pobre. Lo tiene
delante pero no lo ve. Está ahí mismo, enfermo, hambriento y abandonado, pero
no es capaz de cruzar la puerta para hacerse cargo de él.
No nos engañemos. Jesús no está denunciando solo la
situación de la Galilea de los años treinta. Está tratando de sacudir la
conciencia de quienes nos hemos acostumbrado a vivir en la abundancia teniendo
junto a nuestro portal, a unas horas de vuelo, a pueblos enteros viviendo y
muriendo en la miseria más absoluta.
Es inhumano encerrarnos en nuestra “sociedad del bienestar”
ignorando totalmente esa otra “sociedad del malestar”. Es cruel seguir
alimentando esa “secreta ilusión de inocencia” que nos permite vivir con la
conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos y es de nadie.
Nuestra primera tarea es romper la indiferencia. Resistirnos
a seguir disfrutando de un bienestar vacío de compasión. No continuar
aislándonos mentalmente para desplazar la miseria y el hambre que hay en el
mundo hacia una lejanía abstracta, para poder así vivir sin oír ningún clamor,
gemido o llanto.
El Evangelio nos puede ayudar a vivir vigilantes, sin
volvernos cada vez más insensibles a los sufrimientos de los abandonados, sin
perder el sentido de la responsabilidad fraterna y sin permanecer pasivos
cuando podemos actuar.
De Eclesalia.net.
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