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sábado, 14 de septiembre de 2013

DOMINGO 24 DEL TIEMPO ORDINARIO

"Danos, oh Padre, la alegría del perdón"



Te adoramos y te glorificamos, Padre omnipotente, rico en gracia y misericordia. Te pedimos que nos hagas conocer en toda su belleza el corazón de tu Hijo, Jesús, ese corazón que tanto amó al mundo. Concédenos fijar los ojos en Jesús, contemplarlo, para comprender tu corazón amantísimo y el amor con que nos has amado a nosotros, que somos pequeños y frágiles. Concédenos comprender tu corazón para comprender nuestro mismo corazón y el corazón de los que nos han sido confiados, sobre todo el corazón de los que sufren y de los que viven sin esperanza. Danos el sentido de la historia, del pasado, del presente y del futuro. Enséñanos a comprender, a la luz de tu amor misericordioso, el sentido de los desórdenes y de los sufrimientos que advertimos cada día en nosotros y en las mujeres y en nuestro mundo. Así podremos comprender lo que eres y quieres ser para todos nosotros. Te pedimos, por último, Padre, que nos hagas contemplar, por medio de Jesús, este ideal, para servir mejor a tu designio de salvación.


El hijo mayor, que no ha recibido ninguna distinción particular, podría sentirse incomprendido con la respuesta del padre: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Para él, la justicia es la máxima de todas las virtudes; sin embargo, para el padre, «la misericordia es la plenitud de la justicia» (Tomás de Aquino), de suerte que «la misericordia saldrá siempre victoriosa en el juicio» (Sant 2,13). Si el justo hubiera podido comprender la actitud interior del padre, habría comprendido que había sido amado y preferido al hermano, porque le pertenecían a él no sólo ciertas cosas del padre, sino todo. Dios no tiene necesidad de hacer milagros particulares a los que le son fieles; la cosa más milagrosa de todas consiste en el hecho de que nosotros podamos ser sus hijos y en que no retiene para él nada de lo que es suyo. Los milagros se hacen en los márgenes, para recuperar a personas que se han marchado, para hacer signos a los que se han alejado, para festejar a los que vuelven. Sin embargo, la realidad cotidiana de la fe no tiene necesidad del milagro, porque tener parte en los bienes del padre ya es suficientemente maravilloso. Al creyente no le está permitido separar entre lo mío y lo tuyo, porque a los ojos del amor paterno ambas cosas son una sola. No se narra la impresión que las palabras del padre produjeron en el «justo».Corresponde ahora a cada uno de nosotros seguir adelante para contar la historia hasta el final (H. U. von Balthasar, Tu hai parole di vita eterna, Milán 1992, p. 84 [edición española:Tú tienes palabras de vida eterna, Encuentro, Madrid 1998]).

Lecturas del día:




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