El foro de curas de Vizcaya, en su blog, ha colocado una interesante entrada acerca de la organización diocesana y la crisis ministerial. Copio literalmente la primera parte del comunicado, para en próximos días poner la segunda parte. El que desee acceder al blog lo tiene en
http://baf-fcb.blogspot.com.es/
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Remodelación y coraje pastoral
Es posible otro afrontamiento de la crisis ministerial
PRIMERA PARTE
Jesús Martínez Gordo
Son constataciones comunes a las Iglesias europeas el
aumento de las parroquias sin sacerdote residente, el descenso y envejecimiento
de sus presbiterios, la caída de la práctica religiosa y sacramental, la
creciente minorización sociológica de la pertenencia eclesial, la movilidad de
los fieles, la aparición del fin de semana como tiempo de descanso y la
emergencia de una cultura laica.
Hacia una iglesia minoritaria en una sociedad
crecientemente indiferente.La suma de todos estos datos arroja una nueva
situación sociológica marcada por la pérdida de la situación –hasta el
presente- hegemónica de la iglesia católica. Parece estar verificándose en una
buena medida el pronóstico que efectuara Y. M. Congar hace ya más de un cuarto
de siglo cuando sostuvo que se caminaba hacia una situación en la que la
Iglesia sería de nuevo minoritaria en un mundo crecientemente pagano o (lo que
viene a ser lo mismo) en un contexto sociocultural cada día más indiferente,
increyente, agnóstico, ateo o, como mucho, ocasionalmente practicante. La
pertenencia a la Iglesia va camino de ser una decisión minoritaria, a la vez
que más personal y responsable.
Sin embargo, este diagnóstico del teólogo francés –acertado
en el fondo- necesita ser matizado en dos puntos: el primero, referido a la
condición de minoría de la iglesia y, el segundo, para precisar lo que se
entiende por “paganismo”. En primer lugar, es cierto que la Iglesia ya ha
pasado a lo largo de su historia por una situación semejante, pero es preciso
reconocer que el escenario en el que nos estamos adentrando no deja de ser una
inquietante novedad para una institución cuya existencia ha transcurrido
(durante la mayor parte de su historia) en un régimen hegemónico y en unas
condiciones sociológicas en las que lo realmente extraño y sorprendente era no
ser cristiano o católico. Y si es cierto que esta constatación –de la que se
empieza a ser consciente de una u otra manera– obliga a repensar muchas pautas
de comportamiento, mediaciones y estrategias hasta no hace poco incuestionados
e incuestionables, no deja de ser menos cierto que la comunidad cristiana no
parece estar preparada ni mentalizada para proceder al cambio de perspectiva
que demanda.
Y, en segundo lugar, es preciso recordar que no se va a
regresar a una situación de paganismo puro y duro, sino de secularización
coexistente con una religión difusa. Quizá el ejemplo más patente de esta
amplia religiosidad sociológica y bajísima pertenencia efectiva es la que
arrojan los datos estadísticos, por ejemplo, de la iglesia en Suiza
donde el 5 % de sus ciudadanos se declara ateo, el 80 % cristianos y, sin
embargo, sólo entre el 5 y el 10 % son practicantes. Algo de esto empieza a
ocurrir en algunas iglesias locales de España, particularmente en Cataluña y en
el País Vasco.
Entre
ser resto o residuo. La Iglesia se está jugando su ser o no ser
según el camino que se emprenda. Si, por ejemplo, la estrategia que se asume es
la de la inhibición (esperando a que los tiempos mejoren o a que llegue el
momento de la jubilación sin mayores sobresaltos), se están poniendo las bases
para que la comunidad cristiana acabe siendo un residuo ya que la tarea que se
desempeñe consistirá, en el mejor de los casos, en mantener lo actualmente
existente.
En la estrategia inhibicionista lo importante es
cuidar y mantener la agrupación sociológica de creyentes (sean éstos
permanentes u ocasionales) ya que son ellos quienes garantizan lo
imprescindible para que una parroquia (o una agrupación de varias de ellas)
pueda seguir funcionando, aunque sea bajo mínimos: un horario de acogida y de
despacho, la atención a las demandas cultuales (particularmente, sacramentos de
la iniciación, así como funerales, misas de salida y eucaristía dominical) y
una economía lo más saneada posible. No suele haber más pretensiones, por
ejemplo, en una buen parte de las remodelaciones (frecuentemente entendidas
como mera y simple agrupación de parroquias) que se han realizado en muchas
diócesis.
La estrategia inhibicionista es propia, sobre todo, de
quienes no desean complicarse para nada la vida ni pagar los costos que
supondría dejar a las generaciones futuras un proyecto de remodelación con el
que salir, al menos, al paso de lo que parece venirse irremediablemente encima.
Ignorando la consistencia de los hechos aportados y la
razonabilidad de las previsiones que se establecen, prefieren ir tirando y que
sean otros (los de arriba, los de abajo o los que vengan por detrás) quienes
asuman la responsabilidad y, sobre todo, los costes de tomar decisiones
pastorales con un cierto coraje pastoral. Y cuando irremediablemente llegue ese
momento, es muy probable que ya no quede por administrar más que una disolución
o un cierre que hubiera podido ser evitado si se hubiera tenido el arrojo y la
audacia evangélica requeridas en su día.
Es más que evidente que el peligro que no logra eludir esta
estrategia es el de que lo poquito que todavía exista se vaya apagando
irremediablemente. La comunidad cristiana corre alto riesgo de ser un residuo
desechable, difícilmente reciclable y condenado a una irrelevancia tan dulce
como segura y mortal. Hay llamadas a la moderación y a la tranquilidad que son
anticipos de una liquidación en buena parte evitable.
Pero si la opción que se adopta se decanta por favorecer
el nacimiento y el acompañamiento por laicos de comunidades evangelizadoras que
superen las meras agrupaciones socio-religiosas, entonces es probable que se
estén poniendo los fundamentos para que emerjan de la crisis una Iglesia y unas
comunidades cristianas con conciencia de ser un resto, aptas, por tanto, para
hacerse presentes como fermento -desde su minoría sociológica- en la sociedad.
Tales son, por ejemplo, los casos de las diócesis y de Poitiers (Francia) y de
Udine y Bolzano-Bressanone (Italia). En
estas iglesia locales se ha procedido a una remodelación pastoral no en función
de las posibilidades de presbiterios existentes (tal y como se está realizando,
por ejemplo, en la diócesis de Bilbao y en otras muchas de España), sino en
función de las necesidades de las comunidades parroquiales. En el modo y manera
de actuar de esas dos iglesias locales se encuentra un “inédito viable” del que
están ayunas la inmensa mayoría de las diócesis españolas y, también, las del
País Vasco.
La diócesis de Poitiers. En la diócesis de Poitiers se
decantaron por potenciar –a partir del último quinquenio del siglo XX– los
equipos pastorales integrados por cinco laicos que (debidamente preparados)
reciben la encomienda de animar las llamadas “unidades pastorales de base”, es
decir, la agrupación de dos o tres antiguas parroquias de la zona rural.
De
entre ellos, uno tiene la responsabilidad del anuncio de la fe, otro se encarga
de promover la vida de oración y un tercero de fomentar la caridad y
sus obras. Estos tres laicos son designados por el Obispo. El cuarto y el
quinto los eligen las unidades pastorales de base asignándoles los asuntos
económicos y la coordinación del grupo. Este núcleo es ayudado en su tarea por
un número de laicos que solía oscilar entre 10 y 20 personas. Como
viene siendo habitual en las diferentes iglesias locales de Francia, el obispo
les confiere la misión pastoral en una celebración litúrgica. Gracias
a estos equipos de laicos han empezado a abrirse más de cien iglesias cerradas,
fundamentalmente en el mundo rural.
Lo
sucedido en Poitiers es particularmente interesante por lo que supone de
crítica al modo reorganizativo que ha tenido en cuenta únicamente las
posibilidades de servicio presbiteral y no las necesidades de la comunidad
cristiana. Cuando se procede exclusivamente reajustando las unidades pastorales
en función del número de sacerdotes disponibles, resulta muy difícil eludir
–como así había sucedido en esta diócesis- una desertificación pastoral.
A
los curas se les encomienda acompañar estos equipos ayudándoles a vivir su
tarea a la luz del Evangelio. No se les pide que hagan funcionar estos equipos
en los que, por cierto, hay laicos que lo pueden hacer muy bien, sino que
favorezcan una lectura evangélica de las decisiones que van adoptando. También
se les pide que sean hombres de comunión entre las diversas comunidades del
arciprestazgo -sosteniéndolas y animándolas- y que tengan muy presente siempre
la misión evangelizadora de la iglesia. La atención a tareas de este calado
pasa por superar la tentación (muy propia de un presbiterio con una edad
avanzada) de centrarse únicamente en el servicio sacramental.
En este el marco hay que comprender que el obispo de
Poitiers pidiera a los sacerdotes que no celebraran más de tres misas cada fin
de semana: una el sábado a la tarde y dos los domingos. En los lugares en los
que no fuera posible la presencia dominical del sacerdote, se invitaba a la
gente a reunirse para rezar en su iglesia. Al actuar de esta manera
testimoniaban que la fe no había muerto en ese lugar y evitaban que se creyera
que la iglesia solo se abría para celebrar funerales. La
experiencia de estos años –señalaba Mons. A. Rouet en su día– ha permitido
diferenciar muy bien entre la oración del domingo a la mañana y la eucaristía.
Nosotros, comentaba, evitamos la expresión Asamblea Dominical en Ausencia de
Presbítero (ADAP) porque son comunidades que no se reúnen en ausencia de un
presbítero, sino para encontrarse con Cristo. Conviene no perder de vista que
la práctica está aumentando –incluso si no hay misa cada domingo- en aquellos
sitios en los que han entrado en funcionamiento estos equipos de base.
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