«¡Ven,
Señor Jesús!» (Ap 22,20)
Él viene |
La esperanza es la virtud por excelencia de adviento. Nos
hace mirar al mañana con confianza y valentía. Sin embargo, correría el riesgo
de ser una esperanza ilusoria, vana, que se disiparía en la nebulosa de nuestra
fantasía si no fuese capaz de mirar con realismo la situación presente y si no
estuviese arraigada en el recuerdo de las cosas buenas conocidas y vividas.
Ésta es la temática común de las lecturas de hoy. En particular, la primera se
fija en los beneficios realizados por Dios como base para esperar de nuevo su
venida.
La lectura comienza hablando de Dios, no del hombre: «Tú
eres nuestro Padre, nuestro redentor» (Is 63,16); parte de la certeza de
que Dios se ha vinculado a nosotros y que no puede quedarse lejos. Por lo
demás, en la historia de toda relación (bien sea dentro de una pareja, entre
amigos, en el seno de una comunidad...) el recuerdo de los momentos felices
vividos juntos y de las dificultades afrontadas en armonía y solidaridad, puede
ser fuente de fortaleza para afrontar nuevas dificultades.
Lo mismo ocurre en la relación con Dios, donde nunca podemos
renunciar a la memoria. Pero además la esperanza debe ser una palabra que sea
verdadera y creíble en el presente. Por esta razón se conjuga con la vigilancia
y la laboriosidad. En la "casa" que es la Iglesia, todos los criados
tienen su tarea, y todos se llaman "siervos". Siervo es una persona
que pertenece a otro, que no tiene dominio ni sobre su propia vida. En la casa
de este Señor, todos tienen esta condición de no pertenecerse a sí mismos, sino
sólo a Él y a los demás. El ejemplo de los discípulos que se durmieron en vez
de velar con Jesús en el huerto de Getsemaní muestra a las claras que esta
vigilancia no es una actitud más, sino que coincide sustancialmente con la
capacidad de dar la vida, como fue la actitud de Jesús.
La mejor sugerencia como oración, en este caso, es volver a
leer el texto de la primera lectura, ya que el mismo texto es una súplica. «Tú,
Señor, eres nuestro Padre». Mientras vamos acercándonos a ti, Padre,
sentimos estas palabras en toda su fuerza. Te has comprometido con nosotros, te
has expuesto por nuestro "rescate", y así podemos apelar a este
título para llamar a tu corazón. No recuerdes quiénes somos, recuerda quién
eres tú, ya que nosotros somos barro y tú el alfarero. No olvides la obra de
tus manos.
Señor Jesús, que nos has confiado tu casa, la Iglesia y
todos nuestros hermanos para que cuidemos unos de otros en espera de tu vuelta,
no dejes que decaigan nuestros brazos abatidos por el cansancio o por el sueño.
No nos abandones al poder de nuestro pecado y nuestra iniquidad. Tú que nos
llamas "siervos" concédenos reconocernos en ti, ya que te has hecho
siervo nuestro.
«Estad alerta, vigilad», es lo que nos mandas: como
quien pasa la noche de guardia atento a cualquier ruido nocturno porque puede
ser precursor de algo inesperado, haz que tengamos el ojo avizor y el oído
atento para percibir dónde estás y dónde nos llamas a colaborar contigo.
La espera no es una actitud muy común. No se suele pensar
con mucha simpatía en la espera. De hecho, la mayor parte de la gente piensa
que la espera es una pérdida de tiempo...; quizás porque la cultura que nos ha
tocado vivir dice «¡Venga!, ¡haz algo! ¡Demuestra que eres capaz de actuar! ¡No
te quedes sentado esperando!»
Sin embargo, esperar es una actitud enormemente radical en
la vida. Es confiar en que sucederá algo que supera con mucho nuestra
imaginación. Es abandonar el control de nuestro futuro y dejar que sea Dios
quien determine nuestra vida. Es vivir con la convicción de que Dios nos va
formando con su amor divino y no con nuestros temores. La vida espiritual es
una vida en la que esperamos, estamos a la espera, activamente presentes en el
momento actual, esperando la novedad que acontecerá, novedad que va más allá de
nuestra propia imaginación o previsión. Esta actitud, ciertamente, es muy
radical en la vida en este mundo preocupado en controlar los acontecimientos
(H. J. M. Nouwen,The Patn of Waiting, Nueva York 1995).
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