A una de las
asiduas lectoras semanales de esta sección no le ha gustado ni un pelo mi última
reflexión sobre la sabiduría y la prudencia. Dice parecerse demasiado a
cualquier comentario periodístico. Seguramente tiene toda la razón. Ciertamente
pretendo que tenga actualidad lo que digo cada semana. Que sea evangelio para
el siglo XXI. Lo que le molesta a mi
lectora-interlocutora no es que sea de actualidad sino que lo escrito no ha
sido evangelio, es decir, buena y salvadora noticia. Si esto es así, he perdido
el tiempo y se lo he hecho perder a los lectores. Disculpad y trataremos de
enmendarlo. Lo que no resulta tan fácil. Si no se está en íntima comunicación
con Jesucristo –único evangelizador original- es imposible comunicar algo de
Cristo y de su Evangelio.
Pero
vayamos al hoy de Dios. En estos últimos domingos del año litúrgico, se nos
habla del Juicio. Por supuesto, en el Juicio de Dios se alaba al hombre por el
bien que hace. Pero, a juzgar por las parábolas de Jesús, no se le condena por
el mal que sale de sus manos sino por el bien que deja de hacer. Jesús cuenta
parábolas. En ellas, se premia a los “colaboradores” que han sacado rendimiento
al talento recibido o ayudan al necesitado. En cambio, se condena a quienes
devuelven lo recibido sin intereses o pasan por la vida sin prestar ayuda a
quien la necesita.
En la
moraleja de las parábolas se contiene todo su significado. Se condena a los
colaboradores holgazanes e inútiles. No porque sean menos inteligentes, o menos
dotados. Sencillamente porque han tenido miedo, no han arriesgado. Han sido
egoístas y perezosos. Esto tiene gran
actualidad. ¿Qué hacemos los cristianos de hoy? El papa Francisco repite con
frecuencia que “prefiere una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a
la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de
aferrarse a las propias seguridades” (La alegría del evangelio, n.49).
Traducción perfecta del talento escondido bajo tierra y devuelto a su dueño sin
intereses. Eso es lo condenable. No
significa esto ni mucho menos que Dios quiera a sus hijos trabajando a destajo,
activistas, con estrés. Pero no queda indiferente cuando los que nos decimos
seguidores de su Hijo, los llamados cristianos, permanecemos paralizados cuando
un anciano muere de frío o se tira (tiramos) comida mientras tantos pasan
hambre.
La
acentuación del individualismo, la falta de identidad vigorosa que lleva a
ocultar las propias convicciones y la caída del fervor son males que se
alimentan entre sí y se advierten en muchos “evangelizadores” (n. 78). Así la Iglesia no ofrece frutos
de salvación y queda reducida a la irrelevancia. Peor todavía cuando se
encierra a la defensiva en el castillo del conservadurismo y la sola ortodoxia.
Así caemos en el peor de los errores: la inoperancia. Frente a ella, nos
increpa el gran desafío de la modernidad: la transformación misionera.
Evangelizar es nuestra identidad más profunda. Eso que Francisco llama una
Iglesia en salida.
JOSÉ
MARÍA YAGÜE
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