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jueves, 13 de noviembre de 2014

PECADO DE OMISIÓN


            A una de las asiduas lectoras semanales de esta sección no le ha gustado ni un pelo mi última reflexión sobre la sabiduría y la prudencia. Dice parecerse demasiado a cualquier comentario periodístico. Seguramente tiene toda la razón. Ciertamente pretendo que tenga actualidad lo que digo cada semana. Que sea evangelio para el siglo XXI.  Lo que le molesta a mi lectora-interlocutora no es que sea de actualidad sino que lo escrito no ha sido evangelio, es decir, buena y salvadora noticia. Si esto es así, he perdido el tiempo y se lo he hecho perder a los lectores. Disculpad y trataremos de enmendarlo. Lo que no resulta tan fácil. Si no se está en íntima comunicación con Jesucristo –único evangelizador original- es imposible comunicar algo de Cristo y de su Evangelio.

            Pero vayamos al hoy de Dios. En estos últimos domingos del año litúrgico, se nos habla del Juicio. Por supuesto, en el Juicio de Dios se alaba al hombre por el bien que hace. Pero, a juzgar por las parábolas de Jesús, no se le condena por el mal que sale de sus manos sino por el bien que deja de hacer. Jesús cuenta parábolas. En ellas, se premia a los “colaboradores” que han sacado rendimiento al talento recibido o ayudan al necesitado. En cambio, se condena a quienes devuelven lo recibido sin intereses o pasan por la vida sin prestar ayuda a quien la necesita.

            En la moraleja de las parábolas se contiene todo su significado. Se condena a los colaboradores holgazanes e inútiles. No porque sean menos inteligentes, o menos dotados. Sencillamente porque han tenido miedo, no han arriesgado. Han sido egoístas y perezosos. Esto tiene gran actualidad. ¿Qué hacemos los cristianos de hoy? El papa Francisco repite con frecuencia que “prefiere una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (La alegría del evangelio, n.49). Traducción perfecta del talento escondido bajo tierra y devuelto a su dueño sin intereses. Eso es lo condenable. No significa esto ni mucho menos que Dios quiera a sus hijos trabajando a destajo, activistas, con estrés. Pero no queda indiferente cuando los que nos decimos seguidores de su Hijo, los llamados cristianos, permanecemos paralizados cuando un anciano muere de frío o se tira (tiramos) comida mientras tantos pasan hambre.

            La acentuación del individualismo, la falta de identidad vigorosa que lleva a ocultar las propias convicciones y la caída del fervor son males que se alimentan entre sí y se advierten en muchos “evangelizadores” (n. 78). Así la Iglesia no ofrece frutos de salvación y queda reducida a la irrelevancia. Peor todavía cuando se encierra a la defensiva en el castillo del conservadurismo y la sola ortodoxia. Así caemos en el peor de los errores: la inoperancia. Frente a ella, nos increpa el gran desafío de la modernidad: la transformación misionera. Evangelizar es nuestra identidad más profunda. Eso que Francisco llama una Iglesia en salida.

             
                                                                                           JOSÉ MARÍA YAGÜE     


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