No creo engañarme si afirmo que la actitud predominante de
la sociedad ante la muerte es el temor y el olvido. El temor porque, orgullosos
de nuestro progreso técnico- materialista, identificamos la vida con la materia
y la materia es corrupta. Y entonces es lógico el terror cuando llega el
momento de la disolución: todo acaba, no queda sino la nada. Y el olvido,
porque su recuerdo inquietante anularía nuestro empeño de vivir. Pero, ni el
temor ni el olvido podrán borrar lo que nos pertenece: “Vendrá, saldrá de mí.
La llevo dentro desde que soy. Y voy hacia su encuentro con todo el peso de mis
años vivos. Pero vendrá… para pasar de largo. Y en la centella de su beso
amargo vendremos Dios y yo definitivos” (Pedro Casaldáliga).
En realidad, por más que sepamos que vendrá, no es para
pensarla y celebrarla en ese “vendremos Dios y yo definitivos”, sino para
atrincherarnos con un “Yo no sé”, “Yo soy ateo”. Seguro que a muchos han
impactado las declaraciones del eminente científico Hawking: “No creo en Dios,
soy ateo”.
Ciertamente, la ciencia nos da hoy una visión menos ingenua
que la del pasado, hasta decirnos que Dios no es necesario para explicar el
Big-Bang , ni la potencialidad del vacío cuántico y que llegará a conocer todo
lo que es inteligible, dejando para Dios cada vez menos espacio : simplemente
porque lo primero es la materia y el pensamiento surge de la materia y todo
existe porque sí, no porque alguien, -una mente referida a una persona- lo
quiso. Todo surgió en un momento dado: el big-bang y después vino toda la
historia del universo. Preguntarse por el sentido y finalidad de ese universo
sería una enfermedad de la mente.
Pero también renombrados científicos sostienen que la Física
sólo puede hablar de lo que sabe, no de Dios. Y las opiniones que Hawking hace
no pertenecen a la Física, y es obvio que por su gran prestigio tengan un peso
enorme. A los creyentes de hoy, nos encanta la voz y aportación de la ciencia:
“No podíamos dejar de encontrarnos, vuestro camino es el nuestro, vuestros
senderos no son nunca extraños a los nuestros” (Concilio Vaticano II, Mensaje a
los hombres del pensamiento y de la ciencia). Desde la ciencia podemos afirmar
que el big-bang no es la creación del mundo, sino una explicación de cómo
comenzó, y existen otras explicaciones para explicar ese comienzo.
Nuestra proclamación de que Dios es Creador del Cielo y de
la Tierra equivale a decir que todo viene de una mente que lo ve, de un amor
que se comunica. Esto nunca lo podrá descubrir ni desmentir la Física. Decir
que en el principio está la mente y el amor –una persona- es el camino para
responder a las preguntas del sentido y de la finalidad, del por qué y para
qué. No tenemos respuesta ciertamente para todas las preguntas, pero sí para
afirmar que el amor y la inteligencia que estuvieron en el origen, acompañan
todo nuestro proceso, llegan hasta nosotros y seguirán siendo realidad aún
cuando al Sol se le agote toda su fuente de energía. No sabemos hasta dónde
llegaremos a conocer todo lo inteligible, pero nuestra dinámica hacia el ser y
el amor subyacen en la entraña de nuestra naturaleza, no es una ilusión.
A lo dicho conviene añadir algo que modernamente es relegado
al armario de lo obsoleto e irrelevante: la entrada en la historia de Jesús de
Nazaret, que ha puesto tiempo, contenido y meta a esa búsqueda de la ciencia:
“Os hablo de Jesús el Nazareno… Os lo entregaron, y vosotros lo matasteis en
una cruz. (Hch 2, 22-24). “Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos
testigos. Entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías
al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis (Hch 2,32,36).
Entérese bien esta sociedad globalizada, locamente
consumista: el ser humano es el único que sabe que ha de morir, el único que
puede preguntarse por el destino final de su vida.
Lo razonable es proyectar el viaje con la muerte puesto que
no podemos descartarla. La muerte biológica acompaña una sola vez, a cada uno,
es definitiva. Y entiendo el dolor, el desespero o la amarga serenidad de quien
piensa que, tras la muerte, viene la nada. Entiendo que muchos no se resignen y
esperen alguna solución positiva, pues la justicia no debe ser derrotada ni las
utopías vencidas. Entiendo y admiro su búsqueda. Los cristianos anunciamos que
está búsqueda ha quedado esclarecida por la vida y resurrección de Jesús: la
trascendencia, objeto de la ciencia, de la ética y de la filosofía, ha recibido
luz, nombre y respuesta en Jesús de Nazaret. Lo sabe el Occidente cristiano, lo
sabe la Ilustración y la Modernidad que, haciendo justa crítica de muchos
errores y desafueros de la fe y teología cristianas, la han relegado como
impropia de la mayoría de edad de una humanidad emancipada.
A Jesús de Nazaret, el crucificado, el fracasado a los ojos
de los hombres y de los poderes de este mundo, Dios, que hizo salir las cosas
de la nada, lo sustrajo a la muerte y lo hizo entrar en la plenitud de la vida,
en el abrazo definitivo con Dios, principio y fin, alfa y omega de todo ser. La
muerte no tuvo en Jesús la última palabra, ni la tendrá en ningún ser humano.
“¡Buscáis a Jesús Nazareno el crucificado, ha resucitado, no está aquí!”.
Entérese todo el mundo: Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de
Jesús de Nazaret: ha resucitado.
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