El
Evangelio del domingo próximo, Fiesta de Cristo Rey, nos propone como camino de
una vida con éxito el de las obras de misericordia. Recordémoslas:
Según el
Evangelio son seis: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento,
vestir al desnudo, visitar al enfermo, visitar al encarcelado, acoger al
peregrino. La Iglesia
ha añadido una más: enterrar a los muertos. Está tomada del libro de Tobías,
porque este personaje se exponía, con riesgo de su vida, a enterrar a los muertos
de su raza y religión en territorio hostil. Hoy no parece tener tanta vigencia
entre nosotros. Si cumplir este deber tuviera asegurado el premio, yo trataría
de emplearme en una funeraria. Así juntaría con no demasiado trabajo realizar a
la vez un buen negocio para la vida presente y para la eterna. Logro harto
difícil.
En cambio,
las otras seis, las evangélicas, tienen cada día más vigencia. La crisis nos ha
acercado el hambre. Cada día los noticieros ponen ante nuestros ojos la
realidad nada virtual del hambre en el mundo y entre nosotros. La contaminación
y el cambio climático, consecuencias de la codicia humana, hacen cada día más
escasa el agua potable. Enfermos y desnudos de dignidad y estima los tenemos
siempre entre nosotros, pero muchos de ellos están ayunos de calor y auxilio
humanos. Los encarcelados son cada vez más, víctimas en muchos casos de
sistemas socio-económico-políticos deshumanizados. Los más ladrones, de guante
blanco, no llegan a la cárcel y seguramente no faltan visitas a los pocos que finalmente
entran en ella.
Los
peregrinos a los que se refiere el Evangelio no son ni los turistas, ni los que
hoy hacen el camino de Santiago, ni los de los grandes congresos o jornadas,
mezcla de entusiasmo socio-religioso y de turismo no muy caro, y bastante bien
financiados. Los necesitados de misericordia y cordial acogida son los que
pululan por nuestras calles, inmigrantes que llegaron para huir del hambre de
sus países y pretenden encontrar una vida más digna. Algunos llegaron en las riesgosas
pateras, otros tras encaramarse a las vallas con sus concertinas. Muchos que
quisieron llegar, nunca llegaron.
Me decía
esta mañana una señora de misa diaria, al salir de un funeral en el que se
proclamó esta lectura del Juicio final, que no entendía esta parábola. Que lo
de la derecha y la izquierda, lo de las ovejas y cabras, le resultaba poco claro.
Estaría muy de acuerdo con ella si me hubiese dicho que la práctica a la que se
apunta es difícil y dura. Pero entender, se entiende a la primera. Hay dos
clases de personas: la de quienes se ocupan de los demás y la de quienes sólo
se interesan en sí mismos. Ya nos lo decía el evangelio de la semana pasada. Se
nos condenará no por lo malo que hacemos, sino por lo que dejamos de hacer a
favor de los otros. ¿Recuerdan al levita y al sacerdote de la parábola del
Samaritano? ¿Recuerdan al Epulón que banquetea y viste espléndidamente sin
enterarse del pobre que tiene a la puerta? No hacen nada malo ni unos ni otro.
Pero carecen de misericordia. Sólo eso les condena. ¿Y nosotros?
No
olvidemos que tras el rostro del necesitado siempre está el de Cristo,
identificado con todo sufriente. Observad detenidamente el cuadro que os
ofrezco a continuación como recordatorio de algo tan decisivo como las obras de
misericordia.
JOSÉ MARÍA YAGÜE
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