Al cristianismo le ha hecho mucho daño a lo largo de
los siglos el triunfalismo, la sed de poder y el afán de imponerse a sus
adversarios. Todavía hay cristianos que añoran un Iglesia poderosa que llene
los templos, conquiste las calles e imponga su religión a la sociedad entera.
Hemos de volver a leer dos pequeñas parábolas en las que
Jesús deja claro que la tarea de sus seguidores no es construir una religión
poderosa, sino ponerse al servicio del proyecto humanizador del Padre (el reino
de Dios), sembrando pequeñas “semillas” de Evangelio e introduciéndose en la
sociedad como pequeño “fermento” de vida humana.
La primera parábola habla de un grano de mostaza que se
siembra en la huerta. ¿Qué tiene de especial esta semilla? Que es la más
pequeña de todas, pero, cuando crece, se convierte en un arbusto mayor que las
hortalizas. El proyecto del Padre tiene unos comienzos muy humildes, pero su
fuerza transformadora no la podemos ahora ni imaginar.
La actividad de Jesús en Galilea sembrando gestos de bondad
y de justicia no es nada grandioso y espectacular: ni en Roma ni en el Templo
de Jerusalén son conscientes de lo que está sucediendo. El trabajo que
realizamos hoy sus seguidores es insignificante: los centros de poder lo
ignoran.
Incluso, los mismos cristianos podemos pensar que es inútil
trabajar por un mundo mejor: el ser humano vuelve una y otra vez a cometer los
mismos horrores de siempre. No somos capaces de captar el lento crecimiento del
reino de Dios.
La segunda parábola habla de una mujer que introduce un poco
de levadura en una masa grande de harina. Sin que nadie sepa cómo, la levadura
va trabajando silenciosamente la masa hasta fermentarla enteramente.
Así sucede con el proyecto humanizador de Dios. Una vez que
es introducido en el mundo, va transformando calladamente la historia humana.
Dios no actúa imponiéndose desde fuera. Humaniza el mundo atrayendo las
conciencias de sus hijos hacia una vida más digna, justa y fraterna.
Hemos de confiar en Jesús. El reino de Dios siempre es algo
humilde y pequeño en sus comienzos, pero Dios está ya trabajando entre nosotros
promoviendo la solidaridad, el deseo de verdad y de justicia, el anhelo de un
mundo más dichoso. Hemos de colaborar con él siguiendo a Jesús.
Una Iglesia menos poderosa, más desprovista de privilegios,
más pobre y más cercana a los pobres, siempre será una Iglesia más libre para
sembrar semillas de Evangelio, y más humilde para vivir en medio de la gente
como fermento de una vida más digna y fraterna.
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