"Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en
práctica" (Lc 11,28).
Si, como sugieren los Padres del desierto, antes de hablar
nos preguntásemos con qué intención lo hacemos, en seguida enmudeceríamos: a
menudo, nuestras palabras son charlatanería o, aun peor maledicencia.
La Palabra de Dios es diferente: está en todo y siempre; es
comunicación de su proyecto, de sus deseos. ¿No significa comunicar poner en
común? Dios "pone en común" su Realidad mediante su Palabra.
Una comunión
ofrecida es como una semilla esparcida: lleva en si misma la vida que nacerá,
si bien solo es una propuesta hasta que no encuentre un terreno donde germinar:
el corazón del hombre. Si éste se endurece, como un camino trillado, la Palabra
no penetrará: nos encontraremos más encerrados y egoístas, pues estamos
rechazando la comunión con Dios. Si nuestro corazón es superficial, la Palabra
no echará raíces: estaremos más solos, pues no dejamos hueco a la presencia del
Señor. Si nuestro corazón se inquieta con afanes mundanos y preocupaciones fútiles,
la Palabra no crecerá: la verdadera alegría quedara asfixiada, ahogada por
ilusiones y espejismos. Sin embargo, seremos dichosos si nos presentamos ante
Dios con un corazón dispuesto a escuchar. Entonces, vendrá el Hijo, Palabra
viviente, y crecerá en nosotros <<tomando cuerpo» en nuestra vida, en
nuestras relaciones y en nuestras múltiples acciones. El grano de trigo que ha
muerto produciendo fruto abundante (cf Jn 12) hará que demos el ciento por uno,
hasta poder afirmar con Pablo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí. Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios" (Gal
2,20).
Jesús, divino Sembrador; ven y siembra el campo que somos
nosotros. Prepara el terreno, límpialo de espinos y piedras, rotura con
profundos surcos la tosca tierra, sáchala, allana los terrones y, después,
atravesando el campo con pasos largos, con gesto grandioso, solemne, desparrama
a voleo la semilla con tus admirables manos.
Jesús, divino Sembrador y semilla de vida eterna, ven, en
esta hora de gracia, siembra en nuestros corazones tu Palabra, tu mismo, y que
germine, florezca y fructifique la Iglesia peregrina para los graneros del
Cielo, Amén.
¿De qué provino,
pues, decidme, que se perdiera la mayor parte de la siembra? Ciertamente que no
fue culpa del sembrador sino de la tierra que recibió la semilla; es decir por
culpa del alma, que no quiso atender a la Palabra. —¿Y por qué no dijo que una
parte la recibieron los tibios y la dejaron perderse, otra los ricos y la
ahogaron, otra los vanos y la abandonaron? — Es que no quería herirlos demasiado
directamente, para no llevarlos a la desesperación, sino que deja la aplicación
a la conciencia de sus mismos oyentes.
Mas no pasó esto solamente con la siembra, sino también con
la pesca, pues también allí la red sacó muchos peces inútiles. Sin embargo, el
Señor pone esta parábola para animar a sus discípulos y enseñarles
que, aun cuando la mayor parte de los que reciben la Palabra divina hayan de
perderse, no por eso han de desalentarse. Porque también al Señor le aconteció
eso, y, no obstante saber El de antemano que así había de suceder, no por eso
desistió de sembrar.
- Mas ¿en qué cabeza cabe, me dirás,
sembrar sobre espinas y sobre roca y sobre camino? -Tratándose de semillas que
han de sembrarse en la tierra, eso no tendría sentido; mas, tratándose de las
almas y de la siembra de la doctrina, la cosa es digna de mucha alabanza. El
sembrador que hiciera como el de la parábola merecería ser justamente
reprendido, pues no es posible que la roca se convierta en tierra, ni que el
camino deje de ser camino, y las espigas, espigas. No así en el orden
Espiritual. Aquí si que es posible que la roca se transforme y se convierta en
tierra grasa, y que el camino deje de ser pisado y se convierta también en
tierra feraz, y que las espinas desaparezcan y dejen crecer exuberantes las
semillas. De no haber sido así, el Señor no hubiera sembrado. Y si no en todos
se dio la transformación, no fue ciertamente por culpa del sembrador sino de
aquellos que no quisieron transformarse. El hizo cuanto estaba de su parte; si
ellos no cumplieron su deber, no fue ciertamente culpa de quien tanto amor les
mostrara.
(Juan Crisóstomo, <<Homilías sobre el evangelio de san
Mateo>>, 44,3, en Obras de san Juan Crisóstomo, I, Biblioteca de Autores
Cristianos, Madrid 1955, 847-848).
Lecturas del día:
Vídeo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario